
A las 09:00 de la mañana tenía una reunión en Bangalore, así que decidí salir de Hyderabad con tiempo suficiente para llegar a mi destino y dormir, aunque solo fuera un par de horas. Se trataba de una reunión crucial en la que, en buena medida, se decidiría el futuro de mi compañía durante los próximos años; si conseguía un acuerdo ventajoso eso podría significar asegurar la viabilidad de la misma durante los siguientes cinco años, garantizando el mantenimiento de varios miles de puestos de trabajo, pero si el acuerdo no era bueno o, simplemente no había acuerdo, continuaríamos en la misma situación de incertidumbre de los últimos años, teniendo que hacer “juegos malabares” para poder pagar a los proveedores y las nóminas de los empleados a fin de cada mes; probablemente tendríamos que llevar a cabo algún expediente de regulación de empleo. Los indios eran duros negociadores y le daban mucha importancia a las maneras; les puedes decir que los vas a matar, pero hazlo con suavidad, con delicadeza, de lo contrario se ofenderán y no habrá nada que hacer. Así era que, por ese motivo, era mejor que estuviera de buen humor al día siguiente y para ello sería bueno que estuviera algo descansado.
Si el tráfico era fluido, el viaje me podría llevar unas seis horas y media o siete horas, pero si el tráfico de camiones era denso, calcular lo que podría llevarme podría ser imposible. Y no tuve suerte, pues la autovía que, en ocasiones, se convierte en autopista, en ocasiones en carretera y en otras en camino de cabras, se encontraba atestada de esos vetustos camiones que parece que hayan sido fabricados con piezas de mecano, a los que sus dueños pintan con llamativos colores y a los que colocan guirnaldas de todo tipo e, incluso, la figura de algún dios entre los que predominan la diosa con cabeza de elefante, Ganesh, o el dios forzudo, de color azul, Lord Shiva.
En esa autovía el tráfico suele ser siempre muy denso, sobretodo de día, de ahí que optara por realizar el trayecto de noche durante la cual, supuestamente, el tráfico era más ligero; pero se conoce que muchos transportistas habían tenido la misma idea que yo. Resignado a tener que presentarme en la reunión sin haber dormido, decidí tomarme las cosas con tranquilidad y así sería que, de cuando en cuando, me pararía en alguna de las numerosas casas de comida que encontraría a lo largo del camino, a las que, muy pretenciosamente ponían el rótulo de “restaurant”, para comer algo, o en alguno de los incontables “bakery” que vería abiertos, que son algo así como lo equivalente a nuestros bares en España, pero que, a diferencia de estos, en esos locales, generalmente, la clientela no se sienta sino que está de pie y tampoco se sirven bebidas alcohólicas, sino que la bebida estrella es el té y, en menor medida, el café; esos “bakery” suelen estar a nivel de calle y ocupar un local esquinero de un edificio, con lo que dan a dos calles; los expositores, atestados de distintos tipos de dulces y algunos aperitivos salados caseros, también suelen servir como barra, sobre los cuales la clientela deposita sus vasitos con sus infusiones, entre sorbo y sorbo, y acostumbran a estar situados en los límites de los locales, con lo que los clientes habitualmente, están de pie, en las aceras; generalmente cuentan con toldos, eso sí, para proteger a la clientela de los tremendos chaparrones, muy frecuentes, durante la época de los monzones o del sol abrasador que castiga, inclemente, el resto del año.
La iluminación era “escasa” siendo muy generoso en esta apreciación, pues en algunas partes del camino era absolutamente inexistente y otro tanto de lo mismo se podía decir de la señalización. Fié el éxito de mi viaje al GPS de mi coche y, de todas formas, cada vez que parase aprovecharía para preguntar si iba bien por ahí para llegar a Bangalore. Intentaría estar muy atento a la señalización y me prometí a mí mismo que, si dejaba de leer el nombre de “Bangalore” en dos carteles consecutivos, me pararía y preguntaría si iba en la dirección correcta.
La primera parada la realicé a las dos horas de haber emprendido el viaje, cansado de ir siguiendo a una fila de unos seis, o siete, camiones que debían de pertenecer a la misma compañía, pues todos estaban pintados de la misma manera, cosa que pude apreciar en una curva, en un punto del trayecto en el que la autovía se convertía en carretera, con un solo carril en cada uno de los sentidos y que iban cargados, hasta los topes, de algún tipo de material de construcción, de ahí que se movieran con exasperante lentitud. Decidí darme unos veinte minutos de descanso para comer algo de “chapati” con “pickel”, siendo aquel una especie de pan redondo y plano y este una salsa en la que “mojar” a aquel, parecida al “mojo rojo” canario, pero mucho más salada, mucho más picante y mucho más densa. Esto lo acompañaría con algún tipo de bebida refrescante del estilo de la Coca-Cola. Confiaba en que, cuando emprendiera, de nuevo, la marcha, los camiones hubieran desaparecido.
El local en el que me detuve estaba justo al borde de la carretera, después de un extenso terraplén en el que había muchos vehículos aparcados, siendo esta una de las razones por la que opté por detenerme allí. El comedor estaba conformado por una serie de mesas y bancos hechos de mampostería y protegidos por una cubierta metálica con forma de tejado; la cubierta estaba sostenida por una serie de pilares y de vigas, también de metal, y en estas últimas había un pequeño monito, sujeto por una cadena que podía deslizarse a lo largo de un cable; el monito debía de ser una especie de celebridad local, pues muchos de los comensales le llamaban, le gritaban cosas y le tiraban cacahuetes. Esto último fue lo que hicieron unos que estaban situados en una mesa contigua a la mía y así fue que al monito, una vez quitaba la cáscara a los cacahuetes, me la tiraba a mí. Para suerte mía, apareció un perrito callejero al que ya debía de conocer y entonces fue que la emprendió con él, mientras este le ladraba, moviendo su rabito.
Decidí no comer mucho, no fuera a ser que me diera sueño y así fue que, en previsión también de esto, me pedí un té. Cuando reinicié la marcha, no vi rastro alguno de los camiones, aunque sí de otros muchos a los que me fue fácil adelantar por no ir pegados los unos a los otros y por existir, cuando menos, dos carriles en ambos sentidos.
Como hacia las cuatro de la madrugada me di cuenta de que comenzaba a ser presa de cierta somnolencia y así fue que decidí pararme en un “bakery”, a tomarme un té, haciéndolo tan pronto como viera uno abierto que, además, tuviera aspecto de ser un sitio limpio. Y no tardé ni diez minutos en ver un sitio así en el que me detuve, siendo su único cliente en aquel momento. Los expositores estaban llenos de dulces con un aspecto sumamente atractivos, pero encima de ellos vi una caja rectangular, de plástico transparente, conteniendo unos trozos de bizcocho hechos con plátanos, perfectamente empaquetados, que ya había probado anteriormente y que estaban deliciosos, así fue que me pedí un par de trozos de estos bizcochos y un té, como lo hacen al modo indio, poniéndole leche, jengibre, clavo, canela y azúcar, que estaba espectacular; el señor que regentaba el “bakery”, aparte de hacer un té delicioso, era la amabilidad personificada, así fue que le dejé una buena propina y seguí mi camino, no sin antes preguntarle:
-¿Bangalore?
A lo que él me respondió haciendo un gesto con el brazo en la misma dirección en la que yo iba.
Ya eran las cuatro y veinte de la madrugada y el tráfico, ahora sí que era bastante fluido. Quizá llegara a tiempo de dormir ese par de horas que, creía, me vendrían de maravilla; a pesar de haberme detenido, según el GPS, iba bastante bien de tiempo porque me quedaban unos ciento cincuenta kilómetros hasta llegar a mi destino y disponía de más de dos horas para recorrerlos. Siempre tengo por costumbre celebrar las reuniones en el mismo hotel en el que me alojo, en previsión de circunstancias como esta, a menos, claro está, que los potenciales clientes prefieran celebrarlas en sus oficinas, supuestos en los que me pliego a sus deseos. Pero no fue este el caso y si llegaba a la habitación a las seis y media, podría dormir esas dos horas, pues, una vez despierto, dispondría de media hora para vestirme y acicalarme.
En las vías indias no se puede uno nunca fiar de nada, porque te puedes encontrar con un socavón, o un desnivel que no estén debidamente señalizados; se te puede cruzar un animal, una vaca, un perro…, e, incluso, una persona, o se puede incorporar otro conductor al carril por el que tú vas, sin ni siquiera mirar, así que tampoco conviene ir muy rápido, aunque los conductores indios si lo hagan. Circulando a unos cien kilómetros por hora llegaría bien de tiempo. También, si era posible, convenía circular con las luces largas, dado lo deficiente del alumbrado público.
A eso de las cinco y media de la mañana, cuando empezaba a sentir que me costaba algo de trabajo mantener los párpados abiertos, decidí abrir la ventanilla de mi lado para que el aire frío de la noche me diera de lleno en la cara y que así me espabilara y, justo cuando estaba haciendo esto, un tractor, que no vi ni de donde salió, se interpuso en mi camino, lento como una tortuga. Gracias a Dios, mis reflejos fueron buenos y sirvieron para que evitara un desastre. Y este sobresalto me vino muy bien porque gracias a él me espabilé del todo y me encontré más despierto que nunca.
Más tarde miré el reloj y vi que eran las seis y doce de la mañana.
-“Bien”-pensé-“según el GPS me quedan por recorrer unos treinta y cinco kilómetros y dispongo de veinte minutos para hacerlo”.
De repente caí en la cuenta de algo en lo que no había caído instantes antes; volví a mirar mi reloj de pulsera, para asegurarme de que no me había equivocado.
-“Las seis y trece. ¡Qué raro! Debe de haber algún error; quizá la pila de mi reloj esté en las últimas y no esté midiendo bien el tiempo. Me detendré, un momento, y miraré el reloj de mi teléfono móvil”-pensé.
Y así lo hice; en la primera oportunidad que tuve para hacerlo, detuve el vehículo a un lado, en una explanada que había delante de una gasolinera y, de mi maletín, que había dejado en el asiento del copiloto, extraje mi teléfono móvil. Pulsé el botón para activarlo y, de inmediato, apareció, en la esquina superior izquierda de la pantalla, la hora:
-“Las seis y diecisiete”-leí mentalmente-“No hay ningún error. Pero…¿cómo es posible?, ¿cómo es que, todos los días, a lo largo de los últimos dos meses, haya amanecido entre las seis menos cinco y las seis y cinco de la mañana y hoy, a las seis y diecisiete, todavía no lo haya hecho y sea “de noche cerrada”?”.
Trataba de encontrar una explicación a este hecho, pero no encontraba ninguna que me dejara satisfecho:
-“¿Sería posible que el gobierno indio hubiera llevado a cabo un cambio horario del cual no me hubiera enterado? Pero esta posible explicación no me satisfizo, pues yo sabía que el gobierno de La India no tenía por costumbre hacer eso y, por otra parte, si lo hubiera hecho, por vez primera en su historia, eso podría explicar que la hora de mi teléfono móvil estuviera atrasada, pero ¿y mi reloj de pulsera?, ¿cómo se explicaría, en ese caso, que mi teléfono móvil y mi reloj de pulsera marcaran la misma hora, sin que yo hubiera cambiado la hora de este último? No, definitivamente, esta no debía de ser la explicación.
En ese momento, me adentré en una zona en la que las edificaciones eran mucho más numerosas y en las que pude ver una señal que me indicaba que había llegado a Bangalore; más adelante pude ver otra señal informativa que me avisaba de que estaba en una zona cuyo nombre era Sahakar Nagar.
-“¿Y si se tratara de un eclipse solar?”-volví a pensar-“¿y si este extraño fenómeno fuera debido a un eclipse solar del que no hubiera tenido noticia? Pero esto era raro porque, en esos casos, uno se entera aún cuando no quisiera hacerlo, puesto que todos los medios de comunicación se hacen eco de una noticia como ésa con bastante tiempo de antelación y, a medida que se acerca el momento, más te bombardean con ella y con las consabidas recomendaciones de que no debes de mirar directamente al fenómeno; que debes de usar algún tipo de gafas de sol o cristales ahumados…No, tampoco esta debía de ser la explicación”.
Mi mente trabajaba a enorme velocidad y las ideas me venían como caballos desbocados y, entre ellas, me llegó la imagen de uno de esos encierros de San Fermín, en Pamplona, en la que los corredores se caen a la entrada de la plaza, formando un impresionante tapón en el que se ve a algunos de esos corredores pasar por encima de otros, empujados por el pánico de ver los terribles pitones de los toros a escasos centímetros de ellos. Esa imagen ejemplificaba, a la perfección, lo que estaba sucediendo, en esos momentos, en el interior de mi cerebro, durante los cuales me costaba muchísimo ordenar esos pensamientos.
Ya las demás explicaciones que me venían a la mente caían dentro del campo de las historias de ciencia ficción:
-“¿Sería posible que, por la razón que fuera, hubiera cesado el movimiento de rotación de la Tierra? Si eso fuera así, también tendría que haber cesado el movimiento de traslación pues este era el causante de aquel, cosa que solo podría suceder si el Sol no ejerciera su fuerza de atracción sobre la Tierra o si hubiera hecho acto de presencia otro cuerpo celeste de enorme masa que afectara el comportamiento de nuestro planeta. Pero un objeto así no surge de la nada; los astrónomos habrían advertido su presencia desde mucho tiempo antes. No, esa tampoco debía de ser la explicación.
Me detuve en un semáforo y miré la hora en mi reloj de pulsera:
-“Las seis y veintitrés”-leí en silencio.
Miré a la conductora del coche que estaba detenido a mi izquierda y, cuando ella cruzó su mirada con la mía, señalé, con mis manos, hacía el cielo, preguntándole así si ella encontraba explicación a aquello, si sabía qué era lo que pasaba. Ella, pensando que debía de ser un extranjero que buscaba ligar, miró hacia el otro lado. Giré y miré hacia el interior del coche que había situado a mi derecha y le hice el mismo gesto al hombre que estaba situado al volante; este me saludó, sonriéndome, al tiempo que reiniciaba la marcha, pues el semáforo se había puesto en verde. Yo sólo tenía en mi mente la idea de llegar, cuanto antes, al hotel y encender el televisor, pues estaba seguro de que, en todas las televisiones del mundo, no se hablaría de otra cosa que no fuera de aquel extraño fenómeno. A todas estas, miraba hacia los rostros de los transeúntes, a ver si descubría algún atisbo de asombro en alguno de ellos, pero no vi nada de eso, pues todos parecían estar sumidos en sus problemas y ninguno parecía advertir lo que estaba pasando.
-“¿Podría ser que el Sol se hubiera apagado definitivamente?, es decir, ¿podría ser que el hidrógeno y el helio que alimentaba el fuego permanente que abrasaba su superficie se hubiera consumido en su totalidad y que, por ese motivo, ya no emitiera luz alguna? No creía que fuera esta, tampoco, una explicación plausible, pues hacía poco que había visto un documental sobre el Sol en el que se decía que, para que sucediera esto, todavía tenían que pasar varios miles de millones de años.
-“¿Podría ser la explicación a esto que algún cuerpo celeste que, súbitamente, hubiera aparecido, se hubiera interpuesto entre el Sol y la Tierra, eclipsando a aquel?, ¿pudiera ser que los científicos no hubieran advertido su presencia, antes, debido a lo rápido que se mueve?, ¿y en caso de que fuera esto, podría ser que ese cuerpo celeste se aproximara a la Tierra y hubiera riesgo de colisión con él? Si, esto debía de ser lo que, definitivamente, debía de estar sucediendo; otra posibilidad no se me ocurría”.
Llegué ante el hotel y, tras aparcar el vehículo en la misma puerta, me bajé y, apresuradamente, subi los escalones de la pequeña escalinata que conducía al hall, de dos en dos, llegandome al mostrador de recepción:
-Good morning, sir. I’ve a booked a room in the name of Alfonso Ruipérez-le dije al recepcionista.
-Señor Ruipérez, siéntese en uno de esos sillones, que, en un momento, vendrán los empleados del servicio de habitaciones a acompañarlo a la suya-me dijo el recepcionista en un perfecto castellano, cosa que me extrañó sobremanera, pero le hice caso y me senté.
Súbitamente recordé la extrañísima situación que se estaba viviendo y, desde mi sillón, le pregunté al recepcionista:
-¿No le parece a usted extraño que, siendo las seis y media de la mañana, pasadas, todavía no haya amanecido?, ¿ha oído, usted, algo en las noticias, al respecto?
-Señor Ruipérez, no me parece extraño que no haya amanecido porque son las diez y media de la noche-me respondió el recepcionista con un tono de voz condescendiente, como si le estuviera molestando con mis tonterías.
-¿Pero qué dice?…-empecé a decirle, pero me vi interrumpido por dos empleados del servicio de habitaciones, que se situaron a mi lado, sujetándome, cada uno, por un brazo y haciéndome que me levantara del sillón.
Cuando pasábamos por delante del mostrador de recepción, el recepcionista estaba hablando por teléfono y le oí decir
-Sí, doctor, está, otra vez, con la matraquilla ésa de que el Sol no ha salido y de que se va a producir una catástrofe apocalíptica…en fin, la misma historia que precede a cada uno de sus ataques. Lo vamos a llevar a una celda de seguridad.
