Seis menos diez de la mañana. Suenala alarma del reloj despertador; consigue apagarlo con apenas estirar un pocosu brazo por encima de las frazadas cálidas y el edredón de plumas de ganso. ¡Quéganas de quedarme en casa! Falto y pasoparte de enfermo.
Se levanta. Camina algo dormido hastael baño, se lava la cara y, en gesto rutinario, realiza los ademanes aprendidospara afeitarse. Suspira aliviado al terminar la tarea (con cierta satisfacción)y chequea su rostro en el gran espejo del baño que le devuelve una imagenalargada (mezcla de parque de diversiones con languidez monótona). Vuelve a suhabitación. Zapatos negros recién lustrados, camisa lila, corbata gris perla ytraje gris oscuro con ínfimas rayas azules. Ya está; otro día comienza. Llegahasta la cocina, arrastrando los pies como un niño perezoso que reniega de laresponsabilidad escolar. Prepara el café con leche; dos tostadas: una conqueso, la otra con mermelada de durazno. Mastica y bebe lentamente, casi rítmicamente,como comiendo los deseos de escaparle a la rutina. Rumea los últimos bocados,traga los últimos sorbos tibios mientras ausculta un maletín gastado:lapiceras, carpetas, documentos, cambio para viajar, lentes de sol…
Sale a la calle con el tiempo justopara llegar a la parada del 87 que lo llevará hasta Chacarita; de ahí, ensubte, al microcentro. Corrientes ya esun hervidero de gente que camina - tan autómata como él - con paso ágil yhabituado a los baches, a los semáforos, a no enredarse con los otros transeúntesen escultural, amorfa y psicótica danza autóctona contemporánea.
Llega al edificio donde trabaja, lesonríe al personal de seguridad apostado en la entrada. Ascensor al sexto piso. La chica nueva deContaduría está cada día más linda.
Saluda a sus compañeros y se ubica ensu impecable escritorio que mira al río – aunque desde allí no lo ve; losedificios más altos y la disposición del terreno se lo impiden. Pero, el ríoestá de su lado, esperándolo para alguna escapada -. Observa la pila de papelesde la izquierda y espera despacharlos antes del almuerzo a la pila de laderecha, sin pedirles pasaporte, sin rutas ni mapas. Viajar sería bueno. Eso, un viajecito al otro lado del charco unfin de semana lindo o un fin de semana largo para cambiar de aires y de gentes,para salir de Buenos Aires…
Cuando llega el mediodía, el barcito deenfrente de la oficina lo espera atestado de comensales apurados para recibirsu porción de alimentos antes de que expire el horario de almuerzo ; autómatas que gritanpara tratar de comunicarse con el hombre que atiende la barra y conversar conalgún compañero al mismo tiempo. Se acomoda - como puede - en una de laspequeñas mesitas que se bambolean cuando uno se sienta y cuando alguien pasapor al lado. Un cuarto de pollo (pata y muslo) con ensalada de tomate, lechugay cebolla; para beber: agua con gas. La nueva chica de Contaduría, de verdad,está cada día más linda y con el sol que le ilumina los cabellos parece unadoncella de cuentos de caballería.
Vuelve a la oficina; se ríe de algunaestupidez que comenta su jefe al pasar. Cada día me parece más infame… “El que sabe, sabe y el que no es jefe”, resuena en su cabeza. Latarde se pasea con déshabillé y pantuflas, arrastrando su pereza, por el medio de la oficina, entrebostezos y lapidarias quejas sobre la calidad del almuerzo.
Efectivamente, la pila de papeles dela izquierda pasó a engrosar la fila de la derecha aunque a última hora de latarde, no al mediodía como se había propuesto.Sabía que no sería posible porque eran muchos; lo importante es haberlointentado.
Sale del edificio. Otra vez el hastíode correr el subte, viajar apretado con olor a encierro, a multiplicidad dearomas personales que se entremezclan con los olores del tedio, del submundosubterráneo, del cansancio y el desgano que embriaga todo y a todos.
En Chacarita, la cola llega hasta laotra calle. Montón de personas que salieron de la estación de trenes y delsubterráneo que - con similares caras de impaciencia - esperan que llegue elcolectivo, tener lugar para sentarse, poder subir en el próximo, que la máquinales acepte las monedas.
Camina las pocas cuadras que separansu casa de la parada de colectivos y llega a su pequeño microclima. Se cambia,se pone cómodo. Riega las tres plantitas del balcón que le regaló su madre.Mira algo de televisión – bucólica, histérica, estridente y sobrevaluada –mientras prepara alguna comida precocida que elige del freezer y coloca en elmicroondas.
Se acuesta, pensando que mañana seráotro día. Como dicen: “Un día menos para jubilarse”. Su último pensamiento seva desdibujando mientras recuerda el rostro dulce de la chica nueva deContaduría y se queda dormido.
Seis menos diez de la mañana. Suena la alarma delreloj despertador; consigue apagarlo con apenas estirar un poco su brazo porencima de las frazadas cálidas y el edredón de plumas de ganso. ¡Qué ganas dequedarme en casa! Falto y paso parte deenfermo.
©Silvina L. Fernández DiLisioAdvertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.