Extendió el foulard y lo plegó a lo largo lo más estrecho que pudo. Localizó algodones que empapó en alcohol y lo colocó sobre mi cuello con un nudo atrás. Me dijo que siempre que tuviera dolor o fiebre, lo buscará, lo untara bien en alcohol y confiara en la recuperación. Ese era el primer paso. Como, de nuevo, escribiría Sotomayor“… te sienta bien abrir las manos / y encontrar canciones y secretos / como una lupa para ver sirenas / saltando la espuma del mar” Fue un poco así: abrir las manos a sus consejos y creer por siempre jamás en las sirenas, porque ella me había dado la llave para hacerlo. Confiar en ella. A partir de aquel momento nunca más hizo falta una palabra. En cada ocasión que sentía dolor de garganta o que enfermaba, recurría a mi pañuelo de seda de París y empapaba el algodón con alcohol sin tener que pedirle a nadie ayuda. Sabía qué debía hacer. “SOBREVIVIR. Sorber sopa. / Sumar caldos y yogures…. / Sostener el alma, guardarla en su armadura….” Así lo escribió Pilar Adón en Las órdenes, y con toda la razón del mundo, también eran palabras de mi abuela. Sostener el alma mediante caldos, darle temperatura al temblor, sumar calor, saberse en lucha contra el virus. Para eso también es bueno el refuerzo, los ánimos, las palabras, los arrullos, el sentirse arropado, los mensajes, los pensamientos… para que “no cesen las tripas, las pulsaciones, ni los flujos”. Para que la fuerza regrese al pañuelo de seda empapado en alcohol y nos sane, para que nos dé el impulso suficiente para la emersión a la superficie, para vencer a todo aquello que nos hunde y así protegernos. Siempre pensé que ella no me quería como al resto. Percepciones de niña que han perdurado con los años. Lo cierto es que durante el mes y medio que pasé en cama por una neumonía con catorce años, no me quité el pañuelo rococó y exigía su urgente lavado para la vuelta a mi cuello, como si fuera la salvación a toda enfermedad. Ahora, por tan solo una gripe, ha vuelto su personaje entre mis delirios. He recordado como el pañuelo, tras tantos años de alcohol, aplicaciones y lavados, llegó a parecer de cartón. Perdió todo el color, no había letras, todo quedaba difuminado por el paso de los virus con los años. Desapareció, se esfumó como ella, pero sin olvidar su misión ni su propósito.Adónlo llamaba “El afán de cuidar. Lo irremediable de cuidar” y yo me digo entonces que quizá, fuera su manera de demostrar el cariño que rara vez me hacia llegar. Ese es mi mejor recuerdo. Pensar que en aquel momento ella deseó mi bienestar, como leemos en Las órdenes, creyó en perseguir la paz de mi cansancio, quiso que llegara a mí el sosiego de las pocas fuerzas. Que regresara la lupa para ver sirenas.
Refugio de Amitges. Verano '17.