Por: Leonardo Aguirre
Mi post, mi selfi, mi tuit, mis amigos, mi red, mi recomendación, mis favoritos, mi like… todo lo tuyo hoy también es mío.
Si no estás compartiendo cada segundo de cada instante de tu vida, es como si no tuvieras historia. Hoy nuestra memoria se alimenta de impulsos, imágenes, símbolos y estímulos que fragmentan la vida en instantes que se dibujan agónicos ante el siguiente bit que nace y se comparte a la velocidad de la luz.
Las historias requieren espacio y tiempo para construirse a sí mismas. El poder del relato se ve disminuido cuando se privilegia la inmediatez disfrazada de astucia, en lugar de permitirle a la mente regodearse en sus propias ilusiones y fantasías, en sus propios mundos llenos de matices y extravagancias.
¡Hoy se escribe ya!… Ayer prácticamente desapareció del diccionario y mañana es el nuevo hoy. Nada tan vertiginoso como nuestros tiempos. Nada tan apasionante ni tan desafiante. ¿Qué nos queda? ¿Vivir el hoy como si no hubiera un mañana? Esa no debe ser una opción. Ya son cada vez más numerosos los movimientos que impulsan el uso moderado de las tecnologías, que abogan por espacios de reflexión y conversación en los que mirarse a los ojos parece tan exótico como quitarnos la venda del consumismo para vernos de nuevo y así poder conversar y compartir nuestras historias.
Ya lo había anticipado James Gilmore en su publicación visionaria The Experience Economy. Iremos viviendo en olas de experiencia, cada una como un tesarac que nos deja en un punto cero, a la expectativa de un nuevo comienzo. La era posdigital se plantea como ese renacer de las experiencias en las que volveremos a valorar lo que vivimos en el mundo real y lo virtual sólo se usará como un canal de comunicación y expresión de nuestra individualidad colectiva.
Las historias se alimentan de las experiencias. Por eso parece irónico que los esfuerzos de quienes trabajan en el mundo de la tecnología estén orientados a acercarse más a la simulación de la realidad. ¿Para qué disfrutar de un mundo simulado cuando se puede experimentar en el mundo real?
Las historias siempre serán parte de nuestra vida, no importa cuál sea su mecanismo de expresión. Relato literario, audiovisual u oral, nuestro ser se alimenta de esos momentos que hacen deseable –y hasta imitable– la forma de vivir de otro ser humano.
Mientras exista memoria, habrá un acontecimiento que relatar, un momento que hizo de nuestra existencia algo memorable y digno de compartir. Lo que nos deja la era digital es la posibilidad de descubrir que no se requiere ser un genio de la astrofísica, ni de la química, ni de la misma tecnología, para poder tener una historia que genere identificación y adhesión. Lo que vendrá y se quedará –ojalá por mucho tiempo– son esas experiencias vividas por una especie de superhumanos que nos demuestran que, más allá de la tecnología, han descubierto su potencial interno para ayudar a otros, para impulsar causas y generar revoluciones pacíficas que produzcan cambios y transformaciones duraderas.
La lucha por la sostenibilidad del planeta se hace con comunidades de seguidores en redes sociales, así como con acciones que las movilicen a hacer algo, no sólo a generar opinión. Cada uno de nosotros tiene la posibilidad y el poder de hacer lo que hemos venido profesando durante estos últimos diez años sólo con opiniones en el mudo virtual; llegó el momento de pasar de las palabras a la acción para vivir con nuestras propias convicciones.
Uno de los grandes aportes de esta era, que ya comienza a declinar, ha sido el redescubrimiento de la sílaba co para significar el nuevo nosotros: cocreación, colaboración, copetición, cooperación, conexión, cohesión…
Este será uno de los legados que continuarán formando parte de esas nuevas historias en una era que estará mucho más tecnificada que la actual, pero con un uso enfocado en los elementos y recuperando al ser humano como el centro de todo lo que hacemos.