Un sueño de los penúltimos. A caraperro. Sin novedad en el vecindiario continental. Abren una ventana y se asoma un buque descomunal de tres o cuatro pisos. No es un crucero. Tampoco es un portaviones. En la cubierta preparan el almuerzo, a un lado, y ensayan unos músicos a escasos kilómetros. Saludo a los conocidos -algunos compañeros, un jefe, dos contramaestros, mucha gente- y me adentro en la escena. Es un sueño complejo, con varias capas superpuestas, como el barco. Voy en un barco, se hace de noche en alta mar. Subimos al escenario, pedazo de escenario mastodóntico. Columnas de bafles, mesas de sonido, técnicos pacá pallá, y en un escalón inferior, alejado del mundanal ruido, con la guitarra al cuello, una cazadora de cuero negro, una camisa blanca sin cuello y unos vaqueros desgastados de color verduzco, aparece ¡Bob Dylan! Unos años más joven (Dylan cumplirá 70 en mayo), sonriente, de buen rollo, aunque a su aire. Sopla el aire. En un brusco giro del destino, ya al día siguiente, en otra fase del sueño, Lorena hace fotos a Dylan, que sigue en el mismo lugar, con la misma cara de guasa, cierta sorna tal vez. Y esta vez presencian el episodio miles de personas, la función va a comenzar, y Dylan no parece preocupado. Al fondo, alrededor, sentados en taburetes, los representantes de los artistas cuchichean, entablo conversación y uno de ellos me suelta del tirón: "Anoche Bob Dylan preguntó por ti, quieres saber quién eres". Tequiyá. Que sí, preguntó por ti. Me acerco de nuevo al maestro. Pasa una nube. La natural timidez del momento da paso a un arranque súbito de osadía y me pongo a cantar algo, no sé qué, dicen que me puse a cantar en inglés, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo con nitidez es que Bob Dylan, mi querido Bob Dylan, me mira con tono burlón, suelta la guitarra y aplaude de soslayo mientras gesticula con evidentes signos de desprecio, cachondeíto, mismamente. No sé cómo reaccionar, me limito a decirle algo así como: "Yo no, tú", y apaudirle a él, aplaudirle un rato de desconcierto total. Patético. Menos mal que fue un sueño. En la vida real, ya que estamos, tuve a Bob Dylan a un metro de distancia en dos ocasiones, y no tuve cohone de decirle ná. La primera vez, en Mérida, año 93, junto al Teatro Romano. Se bajó Dylan de un autobús, pasó delante de mis narices y bajé la cuesta unos pasos por detrás del cantante, hasta que ingresó en el recinto por la puerta de los artistas, claro. Dos años después, en la Riviera de Madrid, esperaba afuera a que abrieran las puertas del local, donde Dylan ofreció luego un extraordinario recital al aire libre, y apareció el nota de Minnesota embutido en una sudadera gris, con la capucha puesta, de incógnito, y atravesó la muchedumbre cruzándose justo a mi lado. Me quedé petrificao. Hasta hoy. Al menos, no me mandó a la mierda. Como dijo alguien, soy amigo íntimo de Bob Dylan, pero él aún no lo sabe.
Horas después, a las claras del día, nos despedimos de un amigo, Juan, va salir el vapor de El Puerto.
Ya en casa, delante de la pantalla, se abre otra ventana, maldita la hora, y el sistema empieza a hacer cosas raras, un virus, va a ser un virus, y llega mi hermana para echar un cable y sugiere que apriete las teclas efe y eme, dale a efe eme, y qué va, mil ventanas desordenan el escritorio y lo típico, el ordenador se va al carajo. Despierto azorao y Lorena dice que ella no estuvo ayer haciendo fotos a Bob Dylan. Es verdad, estuvimos comiendo pescaíto en la Bajamar.
Postdata: la leyenda sitúa a Dylan sobre los tejados de Sevilla, la foto que ilustra el disco Series of Dreams fue tomada a finales del 91.
Este sueño merece una banda sonora incorporada:
One too many mornings en versión Hard Rain
Visions of Johanna
Simple twist of fate
All along the watchtower
Don't think twice, it's allright
Ballad of a thin man
Heart of mine
I'll remember you
Shooting star
I and I
Like a rolling stone
She belongs to me
Mississipi
Million miles
Idiot wind en versión Hard Rain