Ni a mí ni a Brut nos dejan entrar. Había pensado renovar mi DNI y quiero ir con mi amigo. Pero no nos dejan entrar. Todo lo que escuchamos es un NO. Un No en cualquier Administración pública, un No en el hospital, un No en nuestra tienda favorita de café, un No en la tienda del barrio… Nuestros oídos sólo reciben un NO. Contundente y viscoso. Lleno de incontinencias verbales y de justificaciones que nada tienen que ver con los derechos de mi amigo. Porque tiene derechos, y es mi amigo. Quiero que él entre donde yo entro, sin sufrir ningún tipo de discriminación por el hecho de tener mucho pelo en sus orejas y una cola larga como un rayo. No puede hablar, no se puede defender.
Mi sueño y el de Brut es pasear por Francia. Allí hay papeleras que disponen de saquitos de plástico para recoger los excrementos de Brut. Allí no nos multan porque vaya sin correa por el bosque, donde podemos disfrutar de la caída de las hojas en otoño. Ni tampoco nos increpan cuando vamos a la playa para jugar con la pelota. Tampoco lo hacen en ninguna tienda. Puedo entrar en todas partes en compañía de mi amigo. Él nunca entiende por qué lo ato fuera, en una farola. Cuando tardo más de lo previsto, Brut empieza a pensar que ya nunca más volveré. Que le puede pasar como con el anterior… y el anterior al anterior…
Desde el PACMA se lucha cada día más para equiparar los derechos de los animales con los de las personas. Hemos conseguido avanzar en algunas parcelas de estos derechos, como es que puedan subir al metro, al tren, entre otros. Allí nos sentimos contentos y protegidos. Todavía nos miran con sorpresa, pero poco a poco se irán acostumbrando. Pero no nos podemos quedar aquí. Hay mucho trabajo por hacer y aún hay muchos lugares donde no puedo entrar con mi amigo. Administraciones públicas, hospitales, comercios…, ¡restaurantes con terraza! Un cartel bien grande y llamativo nos prohíbe la entrada.
Entonces entro en un bucle. La respuesta me resulta lastimosa y me vienen imágenes insoportables de animales maltratados y desmembrados por la codicia y la maldad del ser humano. Nos miramos a los ojos, Brut y yo. Con esos ojos redondos y oscuros que lo dicen todo. Sin decir nada. Resultado de ser considerados desgraciadamente como ciudadanos de segunda. Es decir, con ausencia de derechos. Por ello la respuesta empieza a resultar clara. Demasiado dura para mis ojos. Se me prohíbe que entre con mi amigo a comprar un libro en una tienda, o el té de la semana en mi sitio preferido. Sólo puedo entrar en los lugares donde no nos rechazan, que normalmente suelen ser las tiendas de animales. Ojalá pudiéramos disfrutar de un día en la playa siempre que lo necesitamos. La playa es libre, o al menos debería serlo. Pero hay mucha prohibición al respecto. Sólo se permite ir con perros durante una temporada concreta, dentro de un horario concreto y en zonas “habilitadas”… Yo entiendo que la playa siempre está habilitada y es siempre libre. El bosque, el campo, la montaña y la nieve, así lo son.
La respuesta ya empieza a esclarecerse. Los ojos se me tiñen de lágrimas. De rabia y de impotencia. Nos prohíben a mí y a Brut la entrada en una entidad que pagamos entre todos, pero se permite la cría indiscriminada de cachorros, el maltrato de los delfines en los acuarios o que se ahorquen a los galgos cuando termina la temporada de caza… La lucha, por lo tanto, no puede terminar aquí. Vuelvo entonces a mirar a Brut. Nos volvemos a mirar a los ojos. Esos ojos redondos y oscuros que lo dicen todo, sin decir nada. Los amigos ni se compran ni se maltratan. Ni se les prohíbe la entrada en ninguna tienda. Ni el acceso a la playa. Ni al mar…
PAT