Arrastrando los huesos y la maleta, el Padre Matías llegó al andén. Apenas quedaban un par de minutos para que saliera el tren y aún tenía que encontrar su vagón. Mirando de reojo el equipaje, sopesó la posibilidad de dejar la maleta en un rincón para no tener que padecer el suplicio de subirla al portamaletas. Por suerte, una simpática azafata salió a su rescate, quizás apiadándose de la profundidad de sus ojeras. Avanzó por el pasillo sintiéndose demasiado mayor, aunque apenas había cumplido treinta y seis. Se dejó caer en el sillón, le quedaban varias horas de viaje hasta su destino, más le valía dormir un rato si quería ponerse a trabajar en cuanto llegar.
Mientras el sueño iba apoderándose de su cuerpo, volvieron a asaltarle los mismos pensamientos confusos de los últimos días. Todo había pasado demasiado rápido. Aquella cita en el obispado, el billete de tren en su correo electrónico, recoger a toda prisa las pocas pertenencias que tenía en su habitación del seminario...no alcanzaba a entender qué tendría de especial aquel internado para necesitar con tanta urgencia su incorporación como docente, estando aún de cuerpo presente su antecesor.
Además, estaba aquel asunto...en cuanto se hiciera a la vida en el nuevo destino debía consultar con el director del seminario, el Padre Eduardo siempre había sabido guiarlo y ahora, más que nunca, necesitaba consejo y alivio para el desasosiego que sentía.
Los ojos se le cerraron con el acompasado vaivén del tren. La respiración sosegada de los primeros momentos comenzó a volverse más agitada y violenta a medida que su mente pasaba al mundo de los sueños.
De nuevo estaba parado ante aquella reja, la niebla le rodeaba dejando entrever tan sólo la luz de una farola que parpadeaba al límite de sus fuerzas. No podía dar un paso, sus pies no respondían a la orden y se mantenía estático frente a la entrada de la mansión con el fedora calado y el equipaje en su mano izquierda.
Un taconeo resonó en el silencio de la madrugada mientras, entre la bruma, unos ojos felinos lo miraban provocando una terrible descarga eléctrica sobre su espina dorsal. Su vista, acomodada por fin a la falta de luz y la densa niebla, le devolvía una silueta serpenteante acercándose hacia él.
El sudor empapaba al Padre Matías que había dejado la cabeza reposar sobre el cristal del tren.
Incapaz de huir, dejó que la niebla le descubriera a la criatura antes de que llegara hasta su posición. Las sinuosas curvas debieron advertirle del peligro pero, aún así, se mantenía inamovible en el acerado. El ondulado pelo negro caía sobre la espalda de la desconocida dejando que unos mechones rebeldes enmarcaban el óvalo del rostro dejando entrever unos profundos ojos negros y una maquiavélica sonrisa dibujada en unos carnosos labios rojos.
Le permitió acercarse y guiarlo al interior del caserón. Dejándose hacer, no notó como el sombrero y la maleta quedaban en la entrada. Tampoco percibió el reguero de ropa que sus pasos iban dejando. Sumiso la sintió enredarse en su cuerpo mientras el suave aliento de su boca preparaba el camino hacia el indefenso cuello. Enroscando sus labios en los de él, la amazona cabalgó a su desarmada víctima que, sin defensa, sucumbió a la tentación.
Sobresaltado por la nueva pesadilla, el Padre Matías despertó con el aviso de la megafonía del tren. Sobre la mesa, una manzana roja lo esperaba.
Cargó con su maleta hasta la entrada del orfanato.
Desde su atalaya de traje de chaqueta italiano y sus stilettos, la directora sonrió mientras que el Padre Matías veía su pesadilla hecha mujer antes sus ojos.
-Bienvenido, Padre -sonrió sibilina- le estaba esperando.