Difícil resulta, ciertamente, enfocar una cuestión que reviste en estos momentos tan graves aspectos, cuando la inclinación intelectual de las generaciones modernas se desliza por las sendas más arbitrarias del pensamiento; cuando los jóvenes, como los hombres maduros, salvo raras excepciones, prefieren hasta el deleite de la vida mundana, fácil y preñada de halagos, al esfuerzo empeñoso y sano de los espíritus fuertes y abnegados; cuando, sensible es tener que confesarlo, la masa humana, con su "elite" al frente, ha permanecido durante siglos a oscuras, poco menos que sumergida en un letargo suicida que día a día fue acercándola a los umbrales de una vigilia tan espantosamente trágica, que, o abre los ojos de una vez y despierta el hombre de su sueño mortal uniéndose al semejante para defender la esencia de su género; o sucumbe irremisiblemente entregando su destino al caos, arrastrada por el imperio de la fuerza bajo el signo de la barbarie que consumirá sus horas en las crisis más despiadadas de la moral humana. Pero ¿qué han hecho los hombres de gobierno que tuvieron en sus manos como jamás lo tuvo gobernante alguno, los medios más eficaces y poderosos con que habrían podido conjurar una a una todas las situaciones que amenazaron la paz del mundo? ¿Qué hicieron? Lo que hubiesen hecho los seres más inconscientes e irresponsables: cerrar los ojos a la realidad y comprometer la seguridad del mundo mientras se entregaban en brazos del placer, ensoberbecidos por una aparente victoria que parecería haber cegado su entendimiento hasta lo inconcebible. ¿Y qué hacen hoy los que están en el poder y los pueblos en cuyo seno se encuentran tantos hombres de valer, frente a lo que está ocurriendo en el corazón del mundo? ¿Qué hacen ? ¿Será necesario recordar los pasajes que con mayor elocuencia hablan al entendimiento de los que todavía utilizan su razón? Pues bien; fue tal la embriaguez del triunfo que sobrevino en las potencias aliadas de la guerra anterior luego de firmarse el armisticio, que si no pecáramos de exagerados, diríamos que duró hasta el momento en que las tropas alemanas invadieron Bélgica y Holanda en la guerra actual. Gobierno y pueblo de la heroica Francia y de Gran Bretaña, confiados hasta lo inimaginable en el debilitamiento del poderío alemán y creyendo en la casi imposibilidad de un nuevo conflicto, como ha ocurrido, a tan pocos años del anterior, cometieron lo que bien podría calificarse como el peor de los desatinos: el del desarme. De modo que mientras Alemania se armaba a tambor batiente, Francia e Inglaterra tomaban año tras año nuevas medidas en el sentido de desarmarse mutuamente en una escala que alarmaba a todos, menos a ellos. Los obreros de las fábricas de armamentos, incitados por la merma de trabajo, arreciaron con exigencias de toda especie que el gobierno, como sucedió en Francia, toleró hasta el exceso. En cambio, las fábricas alemanas trabajaban incansablemente, día y noche, produciendo nuevos y más potentes equipos de guerra, y Francia e Inglaterra no se inquietaron por ello. ¿Cómo habrían de inquietarse cuando concedieron a Alemania empréstitos por valor del doble del costo de las reparaciones que tenía que pagar, en la creencia de que esta nación se armaba para combatir a Rusia y destruir el comunismo? Ni la conquista de Abisinia por Italia ni la guerra de España, sacaron a los hombres de gobierno de su impasividad rayana en la inconsciencia. Todo parecía poca para moverlos y decidirlos a preparar sus defensas como correspondía a países garantes de pactos y de fronteras. Recién cuando las ventajas del enemigo fueron abrumadoras, cuando se dieron cuenta, al igual que lo harían los atolondrados que preguntan ¿ qué pasa? cuando todo el mundo echó al olvido lo ocurrido, que los cañones apuntaban para el lado de Francia y los aviones enfilaban en dirección a Inglaterra, proclamaron con toda solemnidad la movilización, el rearme y la guerra. No pasó mucho sin que viéramos la desesperación de los soldados franceses al comprobar que de nada les valía el heroísmo si no tenían armas adecuadas para luchar. Posiblemente, más de uno habrá recordado aquellas horas de huelga que tan a menudo se repitieron en aquel país y que al retrasar la construcción del material que utilizarían para la defensa, les hacía pagar tan caro el precio de sus injustas demandas de entonces. Y mientras esto ocurría en Europa y sigue ocurriendo aún, nosotros, los de América Latina, que hemos visto y analizado desde la superficie hasta lo más hondo el proceso de semejante drama, y que gozarnos todavía de las sublimes prerrogativas que nos concede la libertad de pensar y de accionar, ¿ qué hemos hecho en tanto ? Cruzarnos de brazos y llenar los espacios de tiempo, cuya pérdida tal vez algún día tendremos que lamentar, con las estériles discusiones de nuestra política doméstica. ¿No deberían acaso los gobiernos y pueblos de América, sacando provechosas lecciones de lo que se está presenciando en Europa, ubicar en el primer plano de sus preocupaciones más apremiantes la que atañe a la defensa del continente? ¿Nuestras instituciones armadas poseen el material moderno indispensable para hacer frente a cualquier agresión de allende los mares? La tendencia de los hombres de este siglo, quizá por ser muy cómoda, parecería ser la de confiar en los otros lo que se demora hacer para propio bien. Luego sobrevienen los apuros y con ellos, las omisiones y errores irreparables que vuelcan sobre los pueblos la desgracia, y concluyen con todos los acervos más estimables que en sus afanes de progreso lograron conquistar. Sin embargo, si hay algo que debería mover con mayor celo el espíritu de los hijos de América, ese algo debiera ser –y esto honraría al mismo tiempo a los antepasados que forjaron los ideales de nuestra independencia cuando la proclamaron tierra de libres– la responsabilidad que nos incumbe como hombres amantes de la libertad y el derecho, conscientes de los deberes de amparo a nuestros hogares, los que por imprevisiones injustificables podrían quedar a merced de las hordas infernales que están asolando el mundo, este mundo que confió una vez más en el arbitrio de la Providencia sin hacer de su parte lo indispensable para merecer nuevamente una gracia semejante. Si resumimos en una síntesis la serie de acontecimientos que se sucedieron desde la pasada guerra, habremos de llegar sin gran esfuerzo a la conclusión de que la mayoría de los pueblos del Viejo Mundo y también del Nuevo —quizá por no ser menos–, ha estado viviendo en una especie de sueño mental que sin dormir los sentidos, eclipsa la inteligencia y fomenta en los hombres la tendencia a no dar importancia, o no tomar en serio, nada que provoque en su ánimo la necesidad de estudiar, analizar o juzgar las situaciones que se le plantean. A ese sueño mental, tan pernicioso para la especie humana por los estragos que a la misma causa al sorprenderla —como en las circunstancias actuales— un estallido bélico, es a quien debe atribuirse el origen de todos los sufrimientos y desdichas que luego tiene que soportar el hombre cuando su despertar de nada le sirve ante la inminencia del peligro. Esforcémonos, pues, para que en estas tierras de Americano penetren gérmenes de la destrucción; mas para ello será necesario, si nosotros, los americanos, amamos nuestras respectivas patrias, ahuyentar con todas las energías de nuestro espíritu ese sueño mental que cohíbe los ánimos, inhibe las inteligencias y paraliza las voluntades. Lancemos de una vez nuestro grito de guerra a todas las pequeñeces y asuntos de orden secundario que estorban nuestras decisiones y usurpan nuestro tiempo, y enfoquemos en una acción común el gran problema que hoy aflige a toda la humanidad que reclama a todos la más urgente solución. Sólo así habrá todavía alguna posibilidad de salvar la civilización de esta encrucijada siniestra en que se halla colocada. Seamos todos uno en el pensamiento y en la acción, pero seámoslo ya, antes que sea tarde, por nuestra tradición gloriosa, por nuestros hogares y por la grandeza de América.
Revista Espiritualidad
El sueño mental que aqueja la humanidad Artículo publicado en Revista Logosófica en mayo de 1941 pág. 9