Revista Cultura y Ocio

El suicida del bar

Publicado el 21 enero 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Te confesaré una cosa: el año en el que me licencié, no fue un gran año. Mi padre murió, mi perra se comió las paredes de mi casa y uno de mis hermanos se divorció y se deprimió —aunque no sé si por ese orden. Por aquel entonces, yo no tenía trabajo (ni una oferta medio normal delante) y, cuando terminé por rendirme a la evidencia, empecé como becario en la empresa náutica de mis padres. Así, al final, fruto del enchufismo más acérrimo, descubrí dos cosas: que el mar mejor que se lo queden los peces y que trabajar con la familia suele ser un error.

De todos modos, ya te adelanto que sobre temas laborales tengo poco que explicar aquí y no quiero descubrir (demasiado) mis vergüenzas o las de otras personas cercanas, por lo que hasta aquí llega lo de contextualizar ese verano de 2011 en el Puerto Olímpico de Barcelona que, como ya he dicho, ni fue un gran verano, ni formó parte de un gran año.

La historia empieza una tarde cualquiera de las muchas que se repetían y terminaban con una cerveza en el bar de la esquina. Aquel día, me senté en la barra, pedí y me dispuse a hojear el periódico, dispuesto a asegurarme de si tan siquiera existía ya una sección de anuncios laborales o Infojobs ya se encargaba de presentar todos los puestos de trabajo de cuarenta horas semanales que violaban y escupían en el sueldo mínimo interprofesional.

Puerto Olímpico (Barcelona)
En el Puerto Olímpico, he visto cosas que no creeríais…

De repente, uno de esos especímenes de bar que buscan contacto humano desesperadamente me asaltó mientras cogía el tubo de cerveza…

Antes de continuar, no obstante, es importante aclarar que, para bien o para mal, yo soy de esas personas que, al menos una vez por semana, se chocan con las escenas más dantescas que te puedes imaginar: un vecino me invita a su casa para tirarme mariposas de colores hechas con papel maché a las cuatro de la madrugada, alegres caballeros que me ruegan tomar el sol desnudos en la terraza de mi hogar, caseras que se empeñan en doblar mis calzoncillos durante una visita o, como en este caso, un espontáneo que quería obligarme a elegir entre la vida y la muerte.

Volvamos al bar en cuestión, ¿de acuerdo? Cuando se acercó, recuerdo que creí que me iba a pedir dos euros para su tía, su hija, su prima o para otra cerveza (a buen árbol se iba a arrimar), pero no lo hizo. Por el contrario, empezó a plantear un sinsentido tras otro y, sin que lo viese venir en absoluto, interpeló: ¿Crees que debería suicidarme? Evidentemente, poco sé yo de psicología pero, de buenas a primeras, sonó a súplica desesperada en busca de atención más que a una pregunta realmente metafísica, así que le contesté:

—Pues me faltan datos —y la cagué a lo grande, porque se lo tomó como una invitación verbal a explicarme toda su vida, claro está…

Al principio, no pude evitar pensar en que me estaba tomando el pelo o que había sido una broma de algún amigo cabrón que sabía dónde trabajaba y había enviado a un tercero sin nada mejor que hacer.

Después, aún con dudas, no pude evitar darle cuerda por unos minutos, intentando ver por dónde iban los tiros: ni pedía pasta, ni era violento, lo que siempre tranquiliza, aunque iba puesto de todo o con una resaca digna de récord Guinness. Mientras yo terminaba con el tubo y él con mi paciencia, empezó a acelerar, y acelerar el ritmo de la conversación, como si percibiese que se le acababa el tiempo para convencerme de algo (tendré yo cara de miembro de jurado estándar, qué se yo), y acepté que debía haber algún poso de verdad entre todo aquello, ya que nadie que se hubiese inventado una historia con la que dar lástima al prójimo, podía explicarla tan y tan mal.

Me habló de que su hermano estaba en la cárcel, porque sus padres les habían dejado en la calle, pero que él había salido, que era politoxicómano, pero que no era su hermano, que era su pareja, que su novio estaba muy enfermo, y que se iba a morir. Que le habían robado la TV en el trullo, y que no tenía dinero, que no sabía dónde ir, y que no parecía que el otro fuese a salir de prisión nunca más. En definitiva, que su vida no tenía sentido.

NdA: Para amenizar, te dejo una canción que poco o nada tiene que ver con lo que te estoy contando. Bueno, quien conozca al cantautor Albert Pla quizá encuentre cierta posibilidad de analogía...

Y llegados a este punto, debo confesar algo. A medida que le escuchaba, lo cierto es que pensaba más en mi mala suerte que en la suya. En mi mala suerte por haber entrado en el bar, pero más; me lo planteaba como una mierda de día acompañado de una mierda de trabajo aburrido que se repetía un día tras otro, mientras terminaba una mierda de carrera (eso decía todo el mundo, ya sabes) y sin expectativas reales de encontrar algo fuera de esa gran mierda y, entonces, caí en que, si algo de lo que este individuo me explicaba era cierto, tenía delante a una persona que estaba intentando decidir si seguía viviendo o se mataba encuestando a cuatro españoles y diez mil guiris que se paseaban por el marítimo de Barcelona a media tarde.

Me pareció tristísimo, y de la supuesta desgracia de ese chaval, recogí unos cuantos pedazos y compuse algunas ideas. Quizá la más importante de todas ellas fue reconocer aquello de que la basura de un hombre, es el tesoro de otro, aunque esta riqueza se traduzca en algo tan crudo como una jeringa para inyectarse heroína o un trozo de bocadillo que habían dejado huérfano en la barra del bar. Pero también que somos nosotros los únicos que jugamos la mano que se nos reparte: algo que a mi generación, educada para triunfar con títulos superiores bajo el brazo, le ha costado mucho asumir tras la patada en el culo que nos empujó contra el barro para recoger la mierda que nadie más quería.

Siempre termino esta anécdota explicando que, al final de la conversación, ese hombre volvió a hacerme la misma pregunta.

—Entonces qué, ¿crees que debería suicidarme o qué? —repitió.

Le contesté que no lo sabía, que seguía sin tener datos, y que tendría que preguntarle a otro. Cuando comento esto, mucha gente se empieza a reír a carcajadas, imaginándose una escena a la española con el típico humor negro de peli de Tarantino. Otros me juzgan bastante duro, intentando hacerme ver que yo podía haber sido un apoyo para una persona desesperada.

Sigo sin tragármelo.

El grito, de Munch
En definitiva…

Durante tres cuartos de hora, ese chico se había pasado el rato quejándose de todo lo que le había ido mal, de todo lo que le habían hecho, de su falta de estrella, pero sin el valor de explicarme nada que me permitiese juzgarle a él. Sin concretar ni una sola vez, incluso cuando le pregunté mediante un qué o un por qué. Ahora intuyo que, igual que muchos otros presos, no quería que nadie más le juzgase, porque ya lo hacía él constantemente, y sabía que había tenido la suerte de dar con el único imbécil levemente empático de la Barceloneta que no le había ignorado o, directamente, mandado a tomar por culo.

Al final, cogí, le di la mano y me largué; lo que quedaba de año seguí pululando por ahí por obligación, y nunca más le vi. A lo mejor sigue por allí y no hemos vuelto a cruzarnos, o se marchó a otra ciudad, o volvió a la cárcel. Si vive, quizá se acuerda de lo drogado que iba cuando me empezó a contar un rollo que seguro que ha olvidado. También puede ser que se matase, claro, pero seguiré creyendo que eso es cosa suya, no mía.

Lo cierto es que soy un firme defensor de que no todas las historias tienen moraleja. Supongo que esa es la razón por la que me ha parecido importante dejarla por escrito; porque es posible que a alguien se le ocurra una máxima mejor que aquella del si no te respetas, nadie te respetará o terminas por coincidir conmigo en que hay mucho loco suelto, y punto. Confieso que, hasta la fecha, lo que más me ha preocupado siempre de toda esta escena es plantearme la posibilidad de que en lugar de buscar consejo en un servidor, a este individuo se le ocurre preguntar a los japoneses que estaban a escasos treinta centímetros de nosotros haciéndole el harakiri a unas cigalas: en tal caso, salimos todos en las noticias de las nueve.


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