Es como si Adolf Hitler bramara iracundo llamándole nazis a los dirigentes británicos, por ejemplo, por haberle prohibido hacer campañas entre los inmigrantes alemanes en Inglaterra para que apoyaran extremar el nazismo en referéndum.
El presidente turco Recep Tayyip Erdoğan insultó llamándoles nazis a la canciller alemana Angela Merkel y a su homólogo holandés Mark Rutte por impedirle a varios de sus ministros hacer mítines en favor de la reforma constitucional que este jueves, 16, reforzará su poder para reislamizar su país.
En Alemania, de 81 millones de habitantes, los mismos que tiene Turquía, viven casi tres millones de inmigrantes turcos; en Holanda, con 17 millones de pobladores, medio millón.
Están tutelados por imanes turcos afines al régimen, y muchos de esos inmigrantes protestaron airadamente donde los acogen por las prohibiciones: provocaron así el incremento de la xenofobia en buena parte de las poblaciones originarias; se verá en las elecciones legislativas holandesas de hoy, día 15.
Desde que llegó democráticamente a primer ministro en 2002 Erdoğan ha ido creando una autocracia que parece volver al sultanato político-religioso derrocado en 1923 por Mustafá Kemal Atatürk, padre de la ahora declinante república laica.
El occidentalismo fue solo un paréntesis entre islamismos, 1923-2002, aunque Turquía continúa en la OTAN. Pero, presidente ya desde 2014, Erdoğan repite con creciente insistencia la retahíla islamista de Alá es grande.
El intento de golpe de Estado de julio de 2016, quizás autogolpe, le permitió encarcelar a decenas de millares de opositores, intelectuales, periodistas, militares y jueces laicos, y a miembros de la secta islamista heterodoxa del clérigo Fethullah Gulen, exiliado en EE.UU. Muchos siguen presos.
En Bruselas hay una comisión para el ingreso de Turquía en la UE entusiásticamente apoyada, recuérdese, por la Alianza de Civilizaciones de la privilegiada cabeza zapateril.
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SALAS