Foto: ABC de Sevilla
Sevilla es una ciudad en la que asomas un paso a las puertas de una iglesia y se paraliza entera, como si la hubiese sacudido una descarga eléctrica de magnitudes cósmicas.
La vieja Híspalis es así; probablemente el lugar donde más procesiones desfilan al año por habitante, como también es la que más bares alberga por metro cuadrado. Ambas proporciones forman parte consustancial de nuestra identidad e imaginario colectivos.
Ambas, la Sevilla devota y la que tiene por ídolo al gambrinus de la Cruzpampo, conforman una realidad múltiple que, según el momento, semeja un espejismo que se hace especialmente latente bajo los rigores del sol del verano.
Una de las fechas en las que esa fotografía de dos caras se muestra en su máximo esplendor es el día de la patrona de la ciudad, la Virgen de los Reyes, cuando media ciudad se lanza a primeras horas de la mañana a contemplar el cortejo procesional, presidido por las autoridades de la villa, que recorre las calles adormecidas por el sofoco del calor y la otra media aprovecha el puente estival para lanzarse como posesos a las playas cercanas en busca del deseado alivio que los libere de la tenaza insufrible del sol de justicia de agosto.
Para los medios de comunicación no siempre es fácil la cobertura de esa danza de espejos enfrentados sin que se les escape algún fragmento de tan ambigua realidad. Si a ello le sumamos los efectos del tradicional tedio informativo del verano, no es de extrañar que nos encontremos con artículos donde hasta la asistencia a las procesiones se narren en clave electoral.
Así, la ciudad va siendo inundada por un surrealismo mágico que hace posible que los viejos líderes sean venerados en público como si de santos de devoción se tratase, que sus oponentes, anonadados ante el golpe de estado de lo onírico, se armen de valor y se arranquen a prometer milagros imposibles, y que afloren los actos de compungido arrepentimiento en público, mientras se abandonan los viejos sueños por inalcanzables.
Son los efectos del verano en una ciudad que se desnuda como nadie cuando los termómetros superan los cuarenta grados y hasta las sombras parecen abandonar su húmeda quietud de siempre para sumarse a la alucinación colectiva como uno más.