Mientras Argentina tenga alma de tango seguirá hundiéndose, e incluso los bonaerenses perderán esa autoestima que exageran para que no se detecte su humillación.
Esto lo digo yo, que soy argentino, y hasta Borges insinuó que el tango era otra infamia, aunque no se atrevió a publicarlo para que no lo acuchillaran los navajeros de sus cuentos.
Los tangos son un parásito que ha invadido el alma de mi país porque con su música hipnótica, excitantemente táctil y sensual, incitan a vivir sus letras de desaliento y derrota. Yo le aseguro que el fracaso económico y social de Argentina es directamente proporcional al crecimiento de su afición al tango.
Inicialmente un tango era el garito donde se reunían los esclavos. Esa música nació en oscuros locales llenos de frustración y dolor africanos. Por eso en el siglo XIX los tangos eran músicas de la pobreza. Pero triunfaron en el París de los años bohemios, en los que el opio y el láudano, que son los tangos de las drogas, dominaban la buena sociedad. Y así volvió a Argentina, arrastrando un halo de elegancia canalla.
Nuestro país, que entonces era más rico en muchos aspectos que los Estados Unidos, comenzó a decaer. El parásito se apoderó de nosotros y desde los años 20 de siglo pasado hemos ido hundiéndonos lenta pero implacablemente en esta desesperanza.
Piense usted en lo rica que tenía que ser Argentina, que viene de la plata que extraíamos antes de que el parásito nos invadiera, para que aún hoy perviva su nombre siendo ya un país del tercer mundo.
En lugar de Argentina debería llamarse Tanguina y apellidarse Maradónica, en honor a la otra parte del espíritu nacional.