La torre, la muerte, la emperatriz.
Aquel viejo exconvento convertido en hotel a las afueras de la ciudad de Querétaro era colosal y laberíntico. Iris y su hermano, Jacobo, habían salido a un corredor de la tercera planta a fumar, y descubrieron así el patio que se encontraba al término de un foso profundo e imperturbable. Tal vez en los tiempos en que aún lo habitaban las hermanas carmelitas había sido un bonito jardín, pero ahora, en su silencio y oscuridad, les pareció tétrico. Cuando Iris volvió a salir sola a encenderse un cigarro, una semana más tarde, lo que encontró fue mucho más estremecedor que los efectos de la entropía o algún espectro colonial. En el suelo de aquel patio se encontraba el cadáver de Bernardo Lucena, que obviamente había caído de espaldas desde donde ella se encontraba ahora. El rigor mortis, los ojos vacíos color miel y la extrema lividez lo hacían parecer un muñeco de porcelana roto, abandonado en un sótano. Iris siempre supuso –si es que lo pensó alguna vez- que si se encontraba con una escena como esa iba a gritar y correr con horror. Sin embargo, se quedó como hipnotizada un par de minutos, con la atención fija en la tez azulada del cuello de Bernardo, y sobre todo en esos terribles ojos muertos. Las manos de Iris se pusieron heladas, a pesar de que hacía calor. Por ese clima, el olor a carne podrida subía desde tres pisos abajo, tan intenso como si ella tuviera el cuerpo de su compañero a quince centímetros de la cara. Era evidente que esta zona del hotel debía estar prácticamente en desuso, para que nadie notara lo sucedido. En cuanto a la ausencia de Lucena, si bien nadie lo vio desde el día anterior, se pensó que simplemente habría vuelto a su casa. Él no era de la clase de personas por las que los demás se extrañan si no tienen la delicadeza de despedirse.
Iris lo conoció en 1945, cuando se convirtió en la única mujer del grupo de estudiantes de literatura de la universidad. Todos sus compañeros eran tímidos y callados, y la veían como si estuviera cubierta de escamas purulentas. Bernardo no. Él era, o pretendía ser, como uno de los cínicos de Oscar Wilde, aunque daba la impresión de que sólo quería convertir su grosería natural e indolencia en un aspecto interesante de una personalidad, que se notaba prefabricada. Su actitud con ella era retadora, como si él fuera el encargado de decidir quién pertenecía al grupo, y cada tanto trataba de hacerle un examen sorpresa sobre tal o cual autor. Aseguraba que la conocía de antes, pues había cursado la primaria con Jacobo, situación que aprovechaba para lanzar insinuaciones sexuales. Ella no tenía ningún recuerdo de aquel tipo, porque seguramente en la infancia no llevaba el cabello hasta los hombros, bigote revolucionario, traje de terciopelo y actitud de dandi, y optaba por ignorarlo con diplomacia. Con el tiempo, el único gran amigo de Iris fue Tadeo Olmo, un joven de una extraña belleza, que la mayoría consideraba fealdad, pues era algo así como un capricho del mestizaje mexicano: facciones indígenas de nariz y labios prominentes, tez morena, pero con cabello claro y unos ojos azules y brillantes que resaltaban como faros. Iris estaba enamorada de él, pero en ese momento no lo sabía. Desgraciadamente se enteró hasta el día en que lo vio con otra mujer y sintió que se le enterraban unos cristales envenenados en la nuca.
En realidad, es posible que no se diera cuenta porque Iris no sabía casi nada de los hombres. Para ella eran criaturas indescifrables y peligrosas, violentos un instante, frágiles y majestuosos al siguiente, como uno de esos caballos que había visto en los espectáculos de charrería, y nada parecidos a su hermano, única referencia masculina que tenía en casa: un joven dulce que se asombraba con los colores del atardecer.
Cuando terminaron la carrera, Iris y Tadeo se inscribieron al taller de la poeta Abigail Duarte, que ella impartía en su propia casa, y allí se encontraron con que Lucena sería su compañero otra vez. Como fanático de los escritos de Duarte, Jacobo insistió en que también quería asistir al taller, aunque su profesión fuera la de abogado. Antes, Iris también admiraba a Abigaíl más que a nadie en el mundo, pero después sucedieron dos cosas: no sabía si podría lograr su genio y fama como escritora, lo que le generaba inseguridad, y luego la señora había enamorado a Jacobo, que era casi treinta años menor que ella, lo cual constituía otra ignominia -la primera era que Iris fuera escritora- para su familia. En la semana que culminó con la muerte de Lucena, Abigail Duarte recibía una condecoración, que nunca antes le habían otorgado a una dama, en medio de un simposio, y ella y Jacobo aprovecharon que sus amistades estaban reunidas en aquel recinto magnífico para anunciar su próximo matrimonio. No obstante, en lugar de la tarde bohemia que tenían planeada para festejar las buenas nuevas y cerrar el simposio, tuvieron que ocuparse de la tragedia. Cuando la policía llegó y recogieron el cuerpo de Lucena, Iris pudo verlo de cerca y descubrió con una arcada de náusea que no toda la negrura del piso pertenecía a la humedad antigua de las piedras, sino que había un inmenso lago de sangre que se había tornado negro y espeso. Al principio se determinó que había sido un accidente, pero al analizar la barda de piedra que separaba al pasillo del precipicio, se aseguraron de que no había forma de caer sin encaramarse o pararse sobre ella. Lucena no era un hombre imprudente, a pesar de sus malas maneras, así que a todos les pareció raro que hubiese hecho algo así.
-- En mi experiencia-- dijo el comandante arrugando el rostro, mientras analizaba la sangre repleta de moscas-- lamento decirles que esto se parece más a un suicidio o...-- hizo una larga pausa mordiéndose el labio-- ...asesinato.
CONTINUARÁ..
Imagen de monasterio cortesía de Stuart Miles; imagen de mujer cortesía de Just2shutter; imagen de esqueleto humano cortesía de smokedsalmon en FreeDigitalPhotos.net