Epidural, divino tesoro que dirían algunas mujeres.
Si puedo coger un taxi que me lleve a la cima de una montaña, ¿para qué voy a subir a pie?
En el Camino de Santiago, abundaban los carteles, trozos de papel, o panel de madera con los números de teléfonos de taxis pegados o colocados junto a los árboles. Sobre todo en las etapas más duras, en las empinadas laderas, en tramos montañosos, en repechos y grandes desniveles. Aún parece que los estoy viendo. Recuerdo a los peregrinos que iban delante de mí, mirando hacia otro lado, girando la cabeza tratando de no mirar los tentadores rótulos. Y también recuerdo a algunos detenerse, dejar la mochila, sacar el móvil y ponerse a hablar.
Hace unos meses, una mujer en su tercera gestación, me contaba este símil al preguntarle si había pensado ponerse analgesia. La analítica había caducado y en caso afirmativo, precisaría actualizarla. Los partos de sus otros hijos habían sido, uno por epidural y otro espontaneo, natural. Sonrió sin responder y comenzó a hablar, incorporándose en la cama.
“Parir sin epidural es como subir una montaña con esfuerzo y cansancio. Resulta agotador cuando estás en ello. Al llegar, nada de lo pasado importa. Incluso te sientes bien por haberlo logrado. Con la anestesia es diferente. La epidural es cómo si un helicóptero te dejara de pronto en la cima de la cumbre, así sin más, sin hacer nada”
No quise preguntarle cuál fue su mejor experiencia, o que cambiaría si volviera atrás. ¿Para qué? Ya lo sabía. Dedico más palabras, muchas más palabras a su parto natural.
Hay mujeres que viven el nacimiento de su hijo como un rito de paso, un esfuerzo más en el cotidiano devenir de la vida, otras prefieren lo contrario. Para gustos, colores.