Lo dije en Facebook hace unos días: se me ha muerto el móvil de La Teta.
Y lo dije el otro día en la charla de Hangout: hay veces que apago el móvil porque no puedo más.
Quizá por eso no he puesto aún solución a la primera frase. Se me ha muerto, pero no lo he resucitado, ni sustituido. Y el caso es que me gustaría decir que lo siento, pero no diría la verdad. Y quienes me conocéis sabéis que no me gusta nada mentir. Y sé que habrá quien me esté llamando ahora mismo, y que quizá el estar “ilocalizable” me esté quitando de ganar dinero. Pero también sé que quien realmente me necesita me escribe al correo, así que estoy tranquila porque quien quiera, sabe, en realidad, dónde y cómo encontrarme.
Lo de apagar el móvil, que lo dije abiertamente el otro día y luego, casi casi que me arrepiento de haberlo dicho tan a las claras, es una cuestión de higiene mental y de protección frente a comportamientos que para mi pueden llegar a ser tóxicos, porque me desmoralizan y me cabrean. Y creo que quienes se dedican a lo mismo que yo me comprenderán perfectamente.
Os voy a describir una situación que se repite mucho más de lo que os podéis imaginar:
Estoy saliendo de una misa de funeral por una tía de mi madre que ha muerto. No es una situación dramática, porque la señora ha vivido 101 años muy bien vividos, pero sí triste precisamente porque todos hemos disfrutado de lo bien que ha vivido. Nada más conectar los móviles (tengo dos, el personal y el de La Teta) recibo una llamada desde el del trabajo. Una mujer me empieza a preguntar sobre pañales de tela, porque está pensando en hacerse una pañalada y no encuentra información que le convenza. A pesar de estar rodeada de familia, me aparto y la atiendo como hago con todo aquel a quien cojo el teléfono. Estoy con ella 10 minutos, informándole de todos los tipos de pañales que conozco y dándole referencias de páginas y lugares donde encontrar más información. Le doy una lista de páginas con las que trabajo para que, si se decide, me diga lo que quiere, y yo se lo traigo a León. Me agradece muchísimo la información y la atención prestada. Vale. Unos días más tarde, me vuelve a llamar y me dice que no me preocupe, que ya ha hecho ella el pedido de pañales, que como eran muchos, le salían gratis los gastos de envío así que no le merecía la pena pedírmelos a mi. Yo me quedo a cuadros, porque lo que yo iba a “ganar” de esos 10 minutos que yo le di de mi vida a esa mujer y que no le ha dado el sitio donde haya comprado los pañales, era el margen que me diera su distribución.
Vale. Imaginaos un teléfono que suena una media de 10 ó 12 veces al día. Mujeres que han oído hablar de mí, que se meten en la página, me leen, ven lo que ofrezco. Mujeres que me piden consejo y que, sabiendo a lo que me dedico, me tienen 10 ó 15 minutos al teléfono y a las que no vuelvo a oír jamás. Yo atiendo una consulta más o menos a la semana, así que echad la cuenta del tiempo que regalo. O mejor, del tiempo que me roban. Y lo digo así porque, insisto, cuando una persona me llama, normalmente, ya sabe a lo que me dedico, lo que en teoría me debería dar de comer.
Y es cierto que a lo mejor pagan justos por pecadores. También he recibido llamadas y mensajes airados de quien ha intentado localizarme en un momento delicado de su vida, y no ha podido hablar conmigo. He de decir, que tampoco tengo obligación, lo digo porque a veces hay quien me pone verde porque no consigue hablar conmigo.
La peña, no sé por qué, tiende a pensar que este oficio que yo amo como no había amado ningún otro, es una especie de híbrido entre voluntariado gratuito y funcionariado permanente. Es decir: lo haces por amor al arte y a la humanidad, y además tienes la obligación de estar para todo el mundo 24 horas al día, 7 días a la semana.
Os voy a contar otra, que compartí hace poco en el muro de Nohemí Hervada, hablando de una carta absurda de un colectivo de matronas madrileñas:
Una matrona del centro de salud del barrio donde estaba ubicada la tienda de La Teta, me mandaba a un montón de mujeres todas las semanas. Hubo una temporada que yo atendía (gratis, porque esto fue antes de empezar a cobrar) por lo menos a una mujer al día en la trastienda de La Teta. Cuando empecé a cobrar, las mujeres seguían viniendo, y unas se quedaban, cuando les decía lo que costaba la consulta, y otras se iban con cara de “qué me estas contando”. Fui a hablar con la matrona, para ver por dónde respiraba en realidad, y para decirle que avisara a las madres de que yo cobraba. Lo primero que me dijo es que ella tenía 5 ó 10 minutos por consulta, y que yo tenía todo el tiempo del mundo (incluso aunque no cobre, era una tienda, donde se supone que entraba gente a comprar. ¿De dónde se sacaba ella que yo tenía todo el tiempo del mundo?); cuando le dije que, para poder ofrecer todo el tiempo del mundo sin preocuparme por si entraba gente a comprar o no, estaba cobrando 30€ la consulta, me miró escandalizada, me dijo que no podía cobrar, que eso era intrusismo. Es decir: tú no haces tu trabajo, el trabajo por el que cobras religiosamente todos los meses; me mandas a la gente para que yo haga ese trabajo, siempre y cuando lo haga gratis, porque si cobro, entonces es “intrusismo”. He de decir que no me volvió a enviar a nadie. Y también he de decir que yo seguí atendiendo mujeres de su consulta; muchas menos y ahora por otro motivo: para arreglar las barbaridades que decía esta mujer, que no tenía, en realidad, ni repajolera idea de lactancia.
En las últimas semanas han pasado cosas en mi vida que me han llevado a un momento de introspección. Me estoy tomando tiempo (y no siempre es de manera voluntaria, es que la cabeza y el alma, no me dan para más) para colocar cosas. He sufrido pérdidas personales que me han removido mucho más de lo que yo pensaba. He descubierto que un año es poco a veces para un duelo, y he tenido que compaginar el dolor atenuado por el tiempo con el desgarrador de la muerte reciente. Me he visto a mi misma haciendo un hueco urgente en la mochila para ayudar a llevar otro peso.
Estos momentos de silencio y luto, de oscuridad reflexiva, me han llevado también por otros derroteros. Me he visto a mí misma como doula, habiendo alcanzado un nivel de experticia que deja en una difícil tesitura: ya no puedo seguir formándome a mí misma, porque he llegado demasiado arriba para ello. Para seguir mejorando tengo que plantearme acudir a formaciones que cuestan (y valen) un dinero que no tengo; para poder hacer eso, debería tener ingresos suficientes para satisfacer las necesidades básicas de la familia, y las de la empresa, por ese orden, y sólo después, invertir el dinero que sobrase en ampliar mi formación. La opción es estancarme a sabiendas, en lo que ya sé.
Y cada vez que oigo el teléfono se me pasa todo esto por la cabeza. Y cada llamada me planteo si contestarla o no.
Cuando el teléfono no suena, no tengo que plantearme nada, estoy mucho más tranquila. Y creo que eso, para mi, ha llegado un punto que es fundamental.
Pues eso, que se me ha muerto el móvil, y no tengo el desfibrilador a mano.