La escena la vi en uno de los viejos documentales de la BBC sobre la Segunda Guerra Mundial. La cámara tomaba a los ciudadanos alemanes, de la Berlín ocupada por los Aliados, puestos en fila, obligados a presenciar una “exposición” del caído régimen nazi. Una exhibición de objetos de los campos de concentración. Prisioneros famélicos mirándolos. En una de las mesas, una lámpara de escritorio muy coqueta, cuya pantalla estaba hecha de un material muy especial. Piel humana. La piel de un judío asesinado en los campos de concentración del nazismo.
La ciudadana alemana lloraba a moco tendido, horrorizada por lo que su gobierno había hecho. La misma ciudadana que seguramente había votado y apoyado el delirio racista y totalitario de Adolf Hitler.
¿Qué mecanismo operó en la mente de esos alemanes que se dejaron guiar por el Profeta del Odio, adscribieron a su mensaje violento y se mezclaron en el tumulto de la masa delirante, liberados al desenfreno de la crueldad? ¿Qué pasaba por la mente de la persona que pensó cuál era la mejor manera de aprovechar el “desecho” de un ser humano? ¿Qué lleva a un ser humano a no ver al otro como un igual, sino como una cosa, un número, un objeto, que puede ser arrojado a un lado sin el menor remordimiento?
El caso de Hitler y los alemanes no es una excepción en la historia de la humanidad. Tal vez, sea uno de los casos más burdos. Pero no es excepcional. La historia está plagada de gobiernos autoritarios, mayoritariamente respaldados por una población que se entrega mansa a su prédica de odio. Los Profetas del Odio tienen una ventaja: pivotean sobre nuestras debilidades, nuestras frustraciones, nuestra desconfianza. Azuzan lo peor de nosotros porque eso es lo que necesitan para atontar nuestro entendimiento, nuestra habilidad de pensar, nuestra capacidad para interpretar la realidad. Su lógica binaria (conmigo o contra mí) es muy apta para voluntades fatigadas refractarias al esfuerzo que exige el pensamiento.
Su táctica es elemental, pero efectiva, porque remite a nuestros miedos ancestrales, al animal que alguna fue presa y que debe estar, constantemente, a la defensiva. El ser en sociedad, el individuo en una sociedad abierta, es esencialmente confiado. Ésa es su fortaleza: confiar que los otros respetarán el contrato social que tácitamente los agrupa en comunidad. Confiar para asociarse, para hacer cosas en conjunto, confiar para mejorar y mejorar lo que nos rodea. Los Profetas del Odio, en cambio, nos susurran sobre el peligro de esa confianza, potencian nuestros miedos, para que, atontado nuestro pensamiento, seamos fácilmente manipulables a sus propósitos de dominación.
Cuando el régimen nazi deportaba a los judíos a los campos de la muerte, la propaganda oficial aceptaba que los buenos alemanes podían sentir piedad por los detenidos. Era un lógico sentimiento humano, propio de un ser noble. Pero el Führer les pedía a sus compatriotas un sacrificio superlativo, por el bien de la patria: debían sobreponerse a ese sentimiento de piedad y compasión. El bien de la nación exigía el genocidio. Y había que tener mucho valor para comportarse como un asesino.
Ahí hay un rasgo peculiar, característico de los Profetas del Odio: pedirnos que violemos nuestros principios, que ignoremos nuestra lógica, que aceptemos aquello que no consideramos ético. Sea matar, asistir en silencio a una justicia, mentir, permitir una humillación, ejercer la obsecuencia. Aquello que contraria nuestra moral pero que debemos “torcer” por un bien superior, un destino manifiesto siempre ubicado en un futuro no determinado, siempre amenazado por un enemigo poco identificado y por eso más peligroso.
Algo de esto estuvo dando vueltas por mi cabeza hace unas semanas, cuando Sri Sri Ravi Shankar pasó por Argentina para unas jornadas de meditación. No soy seguidor de este gurú ni de su práctica religiosa. No me resulta ni especialmente simpático ni particularmente molesto. Pero, a priori, no me pareció amenazante que el tipo se propusiera reunir a una multitud, en los bosques de Palermo, para meditar.
Me llamó la atención la presión mediática, la campaña de descalificación permanente a su llegada y a dicho acto masivo. Había una necesidad de mostrar que todo eso era una estupidez, que la gente que asistía a ese acto era muy imbécil, que el tipo venía a llevarse la plata en carretilla, que venía a estafar a sus seguidores.
Lo que sentí era que había mucho miedo en sus críticos. El tipo puede ser otro profesional del marketing, pero su show (si así quiere llamarse) no haría más daño que un recital de Lady Gaga o la participación de los All Blacks en el Rugby Championship. ¿Dónde estaba la razón de tanto enojo?
Y ahí, si se me permite, creo que está la clave. Los Profetas del Odio buscan algo más que el miedo: buscan el rencor. Ésa es su estrategia. Ésa es su fuerza. No les importa que los odien, porque ésa es su razón de ser. Se nutren del odio y del miedo que lleva asociado. Se sienten cómodos en ese campo.
Pero si hay algo que temen y temen mucho los Profetas del Odio, es que no los odiemos. Nos pueden aceptar como enemigos. Pero jamás aceptarán que rompamos esa lógica binaria del amigo-enemigo y que respondamos con luz y paz a su prédica oscura y que lo comprendamos como seres humanos, falibles, con mucho miedo, con tanto miedo en su interior, que sólo saben responder con odio, muerte y violencia.
Shankar (por motivos comerciales o morales, no importa) propugna un mensaje que aterra a los Profetas del Odio: el de la introspección, el examen interno, el de la búsqueda de algo superior, el del cultivo del amor, el del respeto al otro.
No es ése el mensaje que campea en la sociedad argentina en estos días. No es ésa la convicción de un gobierno con sus propios Heideggers, satisfechos redactores de la teoría de la política democrática como la constitución de un enemigo al cual oponerse.
En estos días en los que estamos a unos minutos de la dictadura, vale meditar bien en esa debilidad de los Profetas del Odio. Por todos los medios, nuestro mayor esfuerzo debe estar en quitar de nuestros corazones el rencor, el odio, la violencia. Cuanto más luz haya en nuestra alma, menos chances tendrán de ganar los Profetas del Odio.
Y entonces, cuando queden a la vista delante de todos, solos con su enojo, desnudos en su miedo, los habremos vencidos sin ser vencidos.