Revista Cultura y Ocio

El templo de zoe ii -víctor virgós-

Por Orlando Tunnermann

EL TEMPLO DE ZOE II -VÍCTOR VIRGÓS-
-¡Madrash! –Rugió de repente Tamara, volviéndose hacia su paladín predilecto-. Destroza ese símbolo en el suelo –Indicó en referencia al círculo codificado- y después, echad abajo el templo. ¡Que no quede ni una sola columna en pie!
Mnemon, adlátere del hirsuto gigantón, llevó a cabo la destructiva acción, socavando la arena con la pica de su lanza. En pocos minutos quedó la arcana circunferencia irreconocible, extinta toda su traza o recuerdo de su longeva rúbrica.
Se disponía a reunirse con su grupo cuando el suelo se desplomó bajo sus pies, devorándolos a todos a través de una pavorosa fisura de unos 30 metrosde longitud.
Quiso la fortuna que la letal caída encontrara su lecho en una gruta subterránea anegada por un desconcertante caudal de aguas rosas y refulgentes.
Perecieron de inmediato quienes se incrustaron en terribles colmillos de piedra que se erigían desde el pavimento rocoso y resbaladizo. La reina Tamara comenzó a reír dichosa, convencida de haber encontrado el estuario fluvial de los manantiales de Mandrágora.
Su espontáneo brote de vitalidad quedó menoscabado cuando reparó en el modo procaz con que aquellos hombres a su servicio se recreaban admirando las turgencias sobresalientes de su cuerpo rebosante.
El vestido, rojo como el fuego, escotado, constreñido por las lazadas de un corsé, estaba encharcado, perfilando de manera indecorosa la “morfología” de su feminidad. En ese instante se sintió vulnerable y atemorizada. Una reina no podía permitir que una vulgar caterva de montaraces vándalos mermara su supremacía.
-¡Bebed! ¿A qué esperáis? Son las aguas de la eternidad. ¡Bebed y seremos por siempre inmortales!
Tamara ocultaba así sus recelos sobre las extrañas aguas luminosas. Si no eran salubres, sus tropas prescindibles pagarían el castigo con sus vidas. A los pocos minutos comenzaron los torvos guerreros a mostrar síntomas de ebriedad.
-¡Esta rica, majestad, es dulce como la miel! –Bramó Madrash- Podéis beber, es deliciosa.
Sus huestes bebían de manera compulsiva, embriagados. Pero la alharaca de su alegría exacerbada se transformó enseguida en euforia, violencia y rabia descontrolada. La reina Tamara observó horripilada cómo Madrash descargaba el primer golpe mortal con su espada, degollando a sus acólitos.
-Nadie más beberá de estas aguas, son mías, ¡seré inmortal! –Rugió el grandullón. En pocos minutos la caverna se transformó en una lúgubre necrópolis de cuerpos despedazados.
Huyó despavorida la reina evocando las proféticas palabras de Anastassius: “Acaecerán tres tragedias. La primera yace a tus pies, la segunda la perpetrará tu propia gente…”
Los lamentos de la muerte acallaron su voz y la reina quedó sola, tal y como rezaba la última profecía. Se detuvo en seco y le gritó a la nada: “¡Puedo hablar, puedo ver! Te equivocaste Anastassius, ¡Erró tu profecía!
No podía volver atrás. Atrás esperaba la muerte, la masacre de sus hombres. La reina se adentró más profundamente en la caverna. Tenía que salir de allí. Apenas había recorrido 300 metros en línea recta cuando se vio sorprendida por un destello cegador que exhalaba haces de luz a través de una oquedad en la pared.
Corrió en aquella dirección, hipnotizada por el ignoto fulgor. La angosta abertura se le antojaba como un extraño portal entre dos mundos, un mundo dominado por la luz.
Tamara deslizó la cabeza y el henchido torso a través del agujero. Sus ojos azules quedaron impregnados con los celestiales reflejos de la luz dorada que manaba de un nuevo manantial, áureo, vaporoso, burbujeante…
“El manantial de Mandrágora… estas son sus aguas… seré eterna y todopoderosa entre todos los dioses…”
Deslumbrada por la belleza del recoleto santuario, extasiada ante la perspectiva de derrotar a la mismísima muerte, se despojó de sus regias ropas y se deslizó hacia el interior. Enseguida notó su piel tersa y rosada la cálida caricia de los vapores que emanaban de la dorada laguna. Frente a la orilla admiró su cuerpo en un acto de fatuo hedonismo y autocomplacencia lúbrica.
Sus manos recorrieron despacio y con fruición cada promontorio, llanura y concavidad de su piel, allá donde se estrechaban las caderas o se elevaba firme y descomunal, como voluminosas montañas sobre la lisura del vientre.Escindió levemente los labios en ademán de sicalíptico placer. Se dejó llevar por un torbellino de fuego y oleadas eléctricas que le recorrieron la piel como un ejército de hormigas trepadoras.
Entregada por unos instantes a un periplo sensorial, cerró los ojos y se dejó llevar, mientras sus manos se convertían en agujas de fuego y la carne trémula y exudada quedaba macerada y mollar bajo sus manos exploradoras.
Se introdujo en la charca, con la mirada velada por el éxtasis.
Su voz se convirtió en aullido y la garganta se le quebró reseca. Las punzadas de placer mutaron repentinamente a dolor lacerante, abrasador…
La reina Tamara chilló como una hiena herida… se ahogaba, algo tiraba de ella, aferrándola por los pies. Forcejeó, entregada a una lid subacuática con sus propios temores.
Nada la apresaba. Eran sus pies, que se hallaban atrapados en una densa raigambre de raíces y ramas.
Desesperada, braceó hasta la superficie, escarada, su piel convertida en hebras de carne reventada y supurante. Como una sirena de fealdad grotesca que hubiera escapado de los calderos del erebo, logró arribar a la orilla y abandonar la charca, reptando como una salamandra a la que le hubieran cercenado las extremidades.
Le ardían los labios, la lengua, la garganta, convertida ésta en una gruta magmática. Intentó chillar, imprecar a la diosa Zoe y a los fundadores del templo, derrumbar con su lamento sus pilares, pero no pudo.
No emitía su voz sonido alguno. Estaba todo oscuro. No podía ver…
Desdichada, gimoteando con sollozos de cachorro huérfano, la reina Tamara se apercibió de que se había cumplido la tercera profecía: “Quedarás sola, ciega y muda”.


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