Los últimos ataques que se han llevado a cabo en el país han puesto el punto de mira en Asia-Central. Los grupos insurgentes compiten por el control de las zonas orientales del territorio dejando tras de sí cerca de 23.000 muertos en los últimos 7 años.
El pasado día 23 de julio Kabul se teñía de rojo. Mientras Europa veía como en sus ciudades se extendía el miedo y los ataques, en la capital de Afganistán se llevaba a cabo el atentado más mortífero desde la entrada de los EE.UU en 2001.
Una manifestación de hazaras -minoría étnica afgana- recorría las calles de la urbe afgana protestando pacíficamente contra planes de construcción en una zona habitada por gran parte de ellos. De repente, dos atacantes se inmolaron causando la muerte de 80 personas y dejando tras de sí 231 heridos. Afganistán no recordaba un ataque de este calibre en su capital desde hace muchos años.
Poco tiempo después el Dáesh reivindicaba la autoría. Esto suponía un duro golpe para las fuerzas de seguridad estadounidenses y afganas, quienes llevan un año combatiendo a este grupo. El ataque puso de manifiesto la capacidad que este grupo está adquiriendo en el país centroasiático y el riesgo que los civiles corren en todo este conflicto.
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