Revista Cultura y Ocio

El tesoro de Minerva (3)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Inmediatamente el servidor lanzó una nueva pantalla ocupada por un magnífico mosaico que representaba diversas divinidades romanas. Tim Crouse se admiró de la calidad de las imágenes, el detalle minucioso de una concienzuda obra en la que podía apreciarse el contorno y el matiz de cada pequeña tesela. Quien haya hecho esta página, observó en voz alta, se la ha trabajado a conciencia. Además, le sorprendía que se tratase de un mosaico completamente desconocido. Por descontado que existían muchos y que era prácticamente imposible haberlos visto a todos, en especial teniendo en cuenta que una buena cantidad pertenecían a colecciones privadas de las que posiblemente ni museos ni eruditos tuvieran noticia; pero los mosaicos más notorios, los que habitualmente ilustraban las publicaciones y libros de historia, los que estaban expuestos en los museos y yacimientos arqueológicos más relevantes, de todos ellos estaba al tanto; pero a este no lo había visto nunca.

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Minerva, diosa romana de las artes, la sabiduría y la guerra

Al mover la flecha sobre cada deidad del mosaico, su color se saturaba al mismo tiempo que aparecía su nombre latino. El profesor Crouse hizo una gira completa por la fascinante imagen, examinándola sector a sector y percatándose del lugar preponderante que ocupaba, en detrimento de Júpiter o Juno, la diosa Minerva, quien aparte de los atributos habituales del casco, la égida y la pica, sostenía en la mano izquierda un papiro desplegado con la enigmática frase inscrita: «liberi amisumtibus bibliotheca». La biblioteca de los libros perdidos, murmuró el profesor, ¿qué rayos será esto?, y se apresuró a pulsar sobre esa imagen para descubrir adónde conducía.

Una ventana rectangular y gris emergió de las profundidades del sistema informando de que su uso estaba restringido a los usuarios registrados y solicitando una clave. Tim Crouse se quedó planchado. Desde luego, era lo último que esperaba. Pero poco a poco fue cambiando la momentánea expresión de pasmo por la amplia sonrisa de marcada ironía que tanto odiaban sus alumnos en las sesiones tutoriales; se llevó la mano derecha a la frente mientras ampliaba la sonrisa y se dijo: por Dios, qué tomadura de pelo. Continuaba riéndose de sí mismo y de la ingenuidad de haber avanzado hasta este punto, primero silenciosamente y después en carcajadas, cuando se percató de que, bajo las cajas a rellenar, había un enlace que habilitaba para registrarse, ¿será posible que después de todo…?, y el profesor clicó sobre él.

Se desplegó un largo y exhaustivo formulario que solicitaba, además de los campos habituales, una serie de datos obligatorios relativos a estudios, currículo, publicaciones, e inquiría otras muchas cuestiones, algunas tan específicas como el número de asegurado y el carné universitario, o tan peregrinas como la lengua materna y la nacionalidad de los padres. A Mr. Crouse le molestaba que sus datos personales anduvieran deambulando por la red, tal vez en manos poco profesionales o al alcance de cualquier desaprensivo, pero la curiosidad que había suscitado en él tan singular website pudo más que su aprensión. No obstante, por dos veces hubo de corregir algunos de los datos falseados que, con objeto de preservar su privacidad, había introducido, hasta que el sistema aceptó por fin su contenido. Para terminar el proceso de registro debía escribir un nombre de usuario e introducir una dirección de correo electrónico adonde le sería enviado un mensaje con la clave, procedimiento más complejo, si cabe, que el empleado por algunos bancos para autorizar pagos o transferencias. El administrador de esta página, se dijo, se ha tomado muchas molestias para controlar, en lo posible, su uso. Eligió como nombre de usuario “Terminator”, uno de los que solía utilizar para estas cosas, remitió el formulario y a los pocos momentos recibió un correo con la contraseña debida.

Con ella en su poder, pulsó de nuevo sobre la figura de Minerva y, tras introducirla en la ventana de autenticación, se desplegó en gruesa tipografía un breve texto, enigmático, casi sobrecogedor, que parecía concebido por una mente imbuida, cuando menos, de desbordante fantasía y redactado con una solemnidad más propia de un dramaturgo que del propietario de un fichero informatizado, pero a cuya intensidad resultaba difícil sustraerse, de manera que el profesor se sintió un poco como Alicia frente al espejo, como si estuviese a punto de entrar en otra dimensión mágica o sobrenatural, tal era la fuerza de las palabras:

«Visitante, acabas de traspasar el portal de Biblos, Templo del Conocimiento que existe únicamente para esclarecer el camino de la humanidad con la luz que nos llega desde el pasado. Aquí se archivan y conservan palabras sublimes, ideas extraordinarias, hechos, acontecimientos, vida y semblanza, conceptos decisivos y axiomas incuestionables, inventos geniales, revelaciones, descubrimientos, proyectos y, en fin, páginas que se perdieron con el devenir de los siglos, pero que no por ello son menos ciertas que otras que subsistieron. Cada uno de los documentos que observes y examines, bien que virtual, será real, correspondiéndose fielmente con el original que representa. No te hagas preguntas para las que no hallarás respuestas: bástete saber, peregrino de la Historia, que la imagen de cada ser y cada objeto que haya existido, de cada línea escrita sigue viajando por el espacio y alejándose de la Tierra a la velocidad de la luz, de manera que aún es visible desde algún lugar del Universo al que, tal vez, el acceso no sea del todo imposible».

Tim Cruse pensó que aquello era ya demasiado. Quienquiera que hubiese creado el sitio había ido demasiado lejos como para continuar ameritando credibilidad. No podía tratarse más que de una broma colosal o del producto de una mente trastornada. No obstante, tenía que reconocer que excitaba su curiosidad hasta límites irresistibles y que, llegados hasta ahí, resultaba imposible eludir la tentación de averiguar qué arcanos se esconderían en él.

Y así, una vez aceptada la lectura del solemne discurso, vio cómo se cargaba una nueva página que representaba una porción de un muro de sillería en el que cada uno de los bloques de piedra tenía grabada una letra. Al ser señalados con el puntero, se desplazaban hacia afuera. Sin olvidar la misión que lo había llevado hasta allí, el profesor se fue hasta el sillar que tenía inscrita la letra H, de Hannibalis, y al pulsar sobre ella apareció una pantalla semejante a un pergamino completamente lleno de palabras en letra mayúscula, ordenadas alfabéticamente y separadas unas de otras al estilo latino, es decir, por puntos. La mayoría correspondían a nombres propios o topónimos, y el señor Crouse necesitó un par de minutos de detenida observación para encontrar a Hannibalis Barca en medio de aquella atiborrada sopa de letras. Situó el puntero sobre el nombre, pulsó el botón y se desplegó una extensa relación de vínculos.

A medida que leía las irregulares líneas de letra pequeñita y azulada, el más absoluto de los asombros se dibujó e inmovilizó, como si hubiera sido una grotesca máscara, los rasgos de Tim Crouse, que apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se trataba de una inimaginable, casi imposible, lista de textos y autores: ahí los volúmenes perdidos de la Historia Universal de Polibio, los escritos de Fabio Píctor, los documentos de Claudio Cuadrigario, la Historia de Roma de Celio Antipater; ahí los libros del lacedemonio Sosilo, que fue el maestro de letras griegas de Aníbal, los Libri Punici, que Escipión Emiliano entregó al príncipe númida Gulussa para intentar salvarlos de la destrucción de Cartago; ahí también los escritos del griego Sileno de Kalé Akté, que formaba parte del entorno del jefe cartaginés, y una larga relación de documentos conocidos pero igualmente desaparecidos, así como otros completamente desconocidos para el profesor.


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