Revista Cultura y Ocio

El tesoro de Minerva (y 6)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Durante un par de semanas, el profesor Crouse probó, con machacona insistencia, acceder a los tesoros que Minerva custodiaba, tropezando siempre con la singularidad del círculo vicioso: ni admitía al usuario “terminator” ni le permitía registrarse como uno nuevo. También realizó tentativas de suplantación utilizando los datos de algún compañero, pero era tal la cantidad de campos obligatorios que exigía el formulario de registro que hubo de abandonar la idea. Se le ocurrió, por supuesto, hacer copartícipe del descubrimiento a alguno de sus colegas y contar con su complicidad, pero el temor a la chanza y al ridículo lo contuvieron: cualquier cosa que esté en internet, solía ironizar su colega Quentin Chomet al referirse a los websites de historia, y sólo en internet es, por definición, sospechosa de fraude y susceptible de desaparecer, o ser modificada, en cualquier momento. Incluso, asesorado por un antiguo alumno a quien solía recurrir cuando tenía algún problemilla informático, intentó averiguar dónde estaba alojado el dominio: el DNS raíz, le explicó el joven, devuelve una IP que corresponde a Rusia, el país del anonimato y la piratería informática por excelencia. No había, por tanto, posibilidad alguna de trazar las huellas a ninguna máquina host en territorio ruso, muchas de las cuales, además, redirigían la información a través de otras, creando laberintos de comunicación irrastreables.

Biblioteca del Congreso, Washington, D.C.

Biblioteca del Congreso, Washington, D.C.

En vista de todo ello, decidió escribir a su alumna, o ex alumna, ya que no parecía probable que hubiese encontrado por casualidad un dominio tan escurridizo como aquél. Procurando parecer lo más aséptico posible, le envió un correo electrónico con la disculpa de animarla a cancelar las cuotas restantes y no echar a perder el máster, sobre todo habiendo presentado una tesina tan brillante; pero, como si la mala suerte se hubiera cebado con él, a los dos minutos recibió una respuesta automática del servidor de correo: user unknown in virtual alias table, lo cual significaba que no existía tal dirección email: o Miss Wozniak fue muy descuidada o, por el contrario, se cuidó muy bien de no dejar ninguna pista válida para contactar con ella.

Los repetidos fracasos fueron minando la confianza del señor Crouse, disminuyendo la intensidad de sus propósitos y permitiendo al escepticismo instalarse en su ánimo, hasta que llegó un momento en que se dio definitivamente por vencido y desistió de seguir intentando acceder a Biblos.

Más tiempo duraron, sin embargo, aunque no quisiera reconocerlo ante sí mismo, los esfuerzos por determinar la veracidad de la escasa información que había recogido la noche en cuestión. De hecho, una parte de sus vacaciones veraniegas las pasó en Washington, D.C. adonde se había desplazado para examinar el archivo histórico de la Library of Congress, uno de los más completos del mundo, en busca de información sobre las referencias a Aníbal en los escritos de los eruditos árabes de la época califal.

Y fue allí, una noche especialmente húmeda y cálida en la que no conseguía conciliar el sueño, cuando se encontró, al abrir su correo electrónico, un mensaje dirigido a “Terminator”: contenía una nueva contraseña.


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