El candidato del Partido Demócrata para las elecciones presidenciales de EE UU del próximo noviembre, Joe Biden, ha elegido a la persona que completará su papeleta en el cargo de vicepresidente, en caso de triunfo electoral. Se trata de la senadora y exfiscal general de California Kamala Harris, una mujer temperamental, crítica con algunas ideas de su partido (puso en aprietos al propio Biden por su tibieza en amparar a las minorías negras durante un debate entre los aspirantes demócratas), una profesional sobradamente formada y educada (licenciada en Economía y Políticas y doctorada en Derecho) capaz de enfrentarse a contrincantes que intentarán atacarla, no por su capacidad, sino por ser mujer y, además, “negra”. Y es que todavía en EE UU se percibe como una excentricidad o una ambición desmesurada e impropia lograr determinados puestos si no eres varón y blanco. A pesar de su indiscutible trayectoria como luchadora en favor de los derechos civiles, los necesitados, las minorías y los vulnerables, la senadora Harris deberá fajarse contra los prejuicios que despertará por su género, el color de su piel (“brown”, como califican los norteamericanos a los que no son negros ni blancos: lo que los hispanos entendemos como mulatos) y por ser hija de inmigrantes -profesores universitarios- jamaicanos e hindúes (afro-asiáticos).
Ambos políticos conforman el “billete” progresista que los demócratas presentan para vencer a Donald Trump y convertirlo en una pesadilla que, con un poco de suerte, representará sólo un paréntesis en la presidencia de EE UU. Ese “ticket” demócrata parte en esta ocasión como favorito, lo que no significa que tenga asegurada ya la victoria. Entre otros motivos, porque la próxima será una de las campañas electorales más insólitas y embarradas que se desarrollarán en la historia de EE UU., ya que la necesidad de potenciar el voto no presencial para evitar aglomeraciones, desaconsejadas por el azote del coronavirus (más de cinco millones de casos y cerca de 200.000 fallecidos), da lugar a propalar la posibilidad de “fraude” al no poderse garantizar la entrega, y por tanto el recuento, del voto por correo a su debido tiempo. El Servicio Postal, cuyo director general es un empresario republicano nombrado por Trump, ha advertido de esa probabilidad (basta recordar el lento recuento de los votos de Florida, en el 2000), al tiempo que el actual presidente, a quien esa modalidad de voto menos visceral podría perjudicarle, hace lo que puede por desincentivarlo y cuestionar la integridad del sistema, alimentando las sospechas y obstaculizando, mediante recortes en su financiación, que el Servicio Postal pueda reforzar su plantilla o hacer horas extras para afrontar tal contingencia. Las maniobras “sucias” ya están ejecutándose antes incluso de que arranque oficialmente la carrera electoral.
Pero, más importante que los trucos y las trampas que la maquinaria partidista pone en marcha para ganarse el favor de los votantes, es la calidad e idoneidad de los candidatos lo que habría que atender. Y ante la propuesta republicana, encabezada por un imprevisible y bocazas Donald Trump, que pretende renovar su cargo en la Casa Blanca, y Mike Pence como vicepresidente, destaca la papeleta de los aspirantes demócratas por el perfil pragmático, moderado, progresista e integrador de sus titulares, y el carácter “rompedor”, por el mensaje de igualdad social, que irradian sus biografías. En especial, la de la senadora Harris, que en caso de ganar las elecciones se convertiría en la primera mujer en asumir la vicepresidencia del país y la primera mujer “negra” que logra compartir una candidatura presidencial, todo lo contrario del sectarismo, radicalidad, machismo, mediocridad y excentricidad que rezuma la papeleta republicana.
Se trata de un contraste ideológico, biográfico y de talante entre ambas candidaturas que siempre ha caracterizado a las elecciones norteamericanas, desde que se fundaran, en 1824, el Partido Demócrata, y en 1854, el Republicano. No obstante, existen otros diversos factores que inciden en la decisión de los ciudadanos a la hora de depositar su voto en la urna, así como condicionantes históricos y culturales que explican que el mérito y la capacidad no basten para resultar elegido presidente del país más poderoso de la Tierra. Ello es también lo que explica, en un somero repaso de los mandatos, que hayan sido elegidos doce presidentes republicanos por ocho demócratas, produciéndose diferencias tan notables como las que existen entre Jimmy Carter y Ronald Reagan, Bill Clinton y ambos presidentes Bush (padre e hijo), y Barack Obama y Donald Trump. En la actualidad, se repite idéntica disparidad ideológica, moral y de talante entre ambas candidaturas, al enfrentar al republicano Trump con los demócratas Biden y Harris. Un abismo en decencia, sensibilidad, capacidad, dignidad, educación y confianza.
Diferencias que, evidentemente, se trasladan a las políticas, tanto interna como externa, de una nación que encabeza y orienta la gobernanza mundial y el orden internacional. Frente a un Trump que actúa como elefante en una cacharrería, trastocando a su antojo los equilibrios y acuerdos de un mundo multilateral, Biden y Harris representan el concierto y la legalidad internacional, basados en la reciprocidad, la ecuanimidad y el respeto entre las naciones, sin importar su tamaño y peso. Y en el plano interno, frente al racismo supremacista del protestantismo blanco, el abandono a su suerte de los desprotegidos y la criminalización de la inmigración que abandera el todavía presidente Trump, los candidatos demócratas suponen la igualdad social, los derechos civiles, la lucha contra la segregación racial (¡todavía!) y el respeto y apoyo a las minorías étnicas y culturales que conforman la sociedad norteamericana.
Por tanto, son las mujeres, las minorías sociales, los parados, los desahuciados, los que no disponen de seguros médicos, los hijos nacidos en EE UU de inmigrantes, la pluralidad y diversidad sexual y cultural e, incluso, muchos votantes republicanos, descontentos con los modos, las mentiras y las pulsiones viscerales del actual mandatario, los que confían que el “ticket” de los demócratas consiga desalojar a Donald Trump de la Casa Blanca e impedir que siga otros cuatro años practicando una política que divide al país, ahuyenta a sus aliados, desconcierta al mundo, deslegitima la legalidad internacional, declara guerras comerciales y perjudica de un modo u otro a propios y extraños, buscando sólo el beneficio de sus particulares negocios y amistades. El billete demócrata representa la esperanza ética frente a la inmoralidad y arbitrariedad de Donald Trump, a pesar de que ello no sea suficiente para ganar unas elecciones en EE UU. Porque, del mismo modo que la injerencia rusa, con o sin su consentimiento, posibilitó el triunfo de Trump sobre Hillary Clinton, ahora puede ser el no reconocimiento del triunfo demócrata y la impugnación de los resultados, esgrimiendo “fraude” en el voto por correo, lo que puede contribuir a que el tramposo Donald Trump continúe como presidente de Estados Unidos de América. Una auténtica desgracia.