Revista Cultura y Ocio
Tal es la mala virtuddel rayo que me rodea,que voy a mi juventudcomo la luna a mi aldea. ...Sigue, pues, sigue cuchillo,volando, hiriendo. Algún díase pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía.
(Miguel Hernández, El rayo que no cesa. Fragmento)
A las cinco despertó. Había dormido cuatro horas y media; no estaba mal para lo que era habitual -pensó-, la media pastilla de somnífero que se tomó había hecho su efecto: hoy había dormido bastante, así que se estaba contenta. Aguardó aún cuatro horas más en la cama, no quería levantarse antes que su hijo mayor que dormía en la habitación contigua. Se dispuso a pasar las cuatro horas que le faltaban antes de levantarse y visitar su amado patio para comprobar el crecimiento de las nuevas flores y contemplar el aspecto del retal de huerta que tenía junto a la tapia.
Al principio revisó el día anterior: la llegada al pueblo, el saludo a las viejas conocidas que ya eran pocas y cada vez serían menos, las faenas necesarias en una casa vieja desocupada durante un año entero... Luego pensó en lo que tenía que hacer ese día : cocinar el conejo que había comprado el día anterior (lo prepararía ella -decidió-, pues su hijo no sabía hacerlo como su madre, que era como a ellos les gustaba). Al cabo de una hora había repasado la lista mental de las tareas diarias; las horas siguientes las pasó como cada noche: recordando.Resultaba asombroso la nitidez con que recordaba los mínimos detalles de su infancia. El día anterior, durante el viaje, estuvo contando largas historias de la familia. Nos hizo un vívida descripcion de su madre en el lecho de muerte con su tío a solas con ella inclinado sobre la cama y pidiéndola perdón poco antes de morir: - "Peregrina ¿me perdonas?. Íbamos descubriendo sobre la marcha historias de celos, abusos y envidias que nunca entrevimos. Después repasó abrió el capítulo de los recuerdos de su querido pueblo. Contó los niños que había en la escuela. Revisó la lista uno por uno como un maestro al inicio de su clase. Algunas anécdotas se agolparon en su memoria: la visita de la inspectora y el gesto de alivio de su maestro cuando ella, una de las alumnas más aplicadas, pasó a la pizarra y con sus cinco añitos escribió con letra primorosa la palabra "vaca" a petición de la ilustre (y temida) visitante; la vez que se escapó unos pocos minutos y se escondió tras el hueco de la escalera ante la llegada del maestro que la buscaba.... Pasó después revista a la cuadrilla de jóvenes de su época de moza y nuevos recuerdos la visitaron: las bromas que gastaban a los mozos cuando se juntaban unas cuantas y los pillaban desprevenidos: esconderles la comida, aguarles el vino de la bota, bajarles los pantalones si les sorprendían solos y se sentían atrevidas... Pasó un rato entresacando de la lista a los que aún vivían: eran ya tan pocos...y ¡Dios mío: en qué estado se encuentra la mayoría! Entonces daba gracias a Dios por conservarse tan bien a sus 93 años, por mantener la cabeza en su sitio y ser capaz de hablar con la gente, de aconsejar a los hijos y de poner un poco de orden e interés en la cabeza de su marido, enfermo en los últimos años. A las siete visita mentalmente las calles del pueblo e inspecciona todas sus casas. En su cabeza dibuja un plano preciso con la disposición de las casas ochenta años atrás. Verifica una a una los cambios que han tenido lugar, las nuevas construcciones, los derribos, los anexos construidos... transita de las viviendas recientes de ladrillo a aquellas casas frescas, de paredes blandas y terrosas, de sonidos amortiguados... Recuerda su olor: el aliento animal de las cuadras, el ajo sofriéndose en la cazuela, el humo de la lumbre, el rancio aroma del tocino, el acre de la paja, el dulzón de la hierba, el caliente y húmedo del estiércol...
Hace tiempo que clarea el día. Entre las rendijas de las viejísimas contraventanas carcomidas asoman los primeros rayos del sol. Ella sigue en la cama esperando que suenen las ocho campanadas del reloj de la torre de la ermita. Hoy tarda demasiado, le parece; y concluye que debe estar estropeado; seguramente el mecanismo digital del programador se averió. ¡Sí, a eso hemos llegado: el vibrane sonido de las campanas lo producen ahora modernos altavoces! Por fin se levanta. Baja con cuidado las viejas escaleras de madera relamida mil veces por la fregona. El hijo mayor está en la cocina sentado en el extremo del bando más próximo a la lumbre que arde mortecina. Se halla recostado en el "sillón del tío cura" un espacio habilitado con dos reposabrazos que era el lugar adjudicado al clérigo hospedado en casa de la familia hace cien años. Uno de los brazos aún conserva un hoyo pequeño tallado en su extremo donde el honorable huésped cascaba las nueces, privilegio gastronómico, que junto con algunos pichones, tenía por autoridad y peculio. El hijo escribe en una agenda caducada hace ya dos años, pero la usa para tomar notas y apuntes de sus escritos en un blog. La mujer le saluda y le dice el tiempo que lleva ya despierta. Luego, torpemente, coge las cerillas y va a encender un pequeño quemador en una desvencijada cocina de gas. Coloca un cazo requemado con un poco de leche y sale a toda prisa a visitar el patio recorriéndolo y tropezando a cada paso entre la hierba a media altura cuajada de rocío. Aspira con gozo el aire de la mañana y se dirige enseguida a unas matas de flores: coloca un poco los tallos, excava un poco la tierra en torno a la base; luego coge la manguera del suelo y riega los brotes de lechugas y cebollas de su minúscula huerta... En tanto el cazo olvidado sobre la cocina rebosa la leche hirviendo. El hijo se levanta apresuradamente para apagar el gas: - Hemos de instalar un microondas cuanto antes-piensa-. No podemos estar quemando cazos cada día...