La música es algo que me permite ponerle como pintura al tiempo para poder verlo, poder verlo escuchando. De otra forma, se me escabulle, insípido, resbaloso como es, con su naturaleza esquiva. Cuando quiero darme cuenta abrió la jaula y me quedó el agridulce sabor del qué ha pasado. Aunque eso me ocurra a veces, también. Por eso me reescribo y me recapacito.
La música le viste, lo endulza, lo hace asequible como a nuestro paladar el azúcar del café. Deja que mis ojos, entornados por sueño o por los sueños tras los que partí hace apenas una horas, se abran, un segundo, un segundo mas de lo imprescindible, y se fijen en él, y al menos sepa que se va y me despreocupe de las inevitables despedidas. El por qué queda relegado a la aceptación de la inequívoco y salvo algún rifirrafe neurótico, puntual, no vale la pena ahondar en esta cuestión.
La música me ofrece al menos algo que muchos de los que comparten conmigo escenario no: ver partir su dominio de continuo sin añoranza donde no caben recuerdos al contrario que en nosotros, que tenemos gorditas las cabezas y a veces vacías las manos y bajo todas nuestras supuestas necesidades el primigenio deber de seguir viviendo.
Su cuerpo es transparente, finísimo como la electricidad. Quizá por eso se lleva bien con mi guitarra. Y esa energía entra por mis dedos, recorre mi columna y vuelve a la tierra porque de la tierra, sale en forma de lluvia, en forma de lágrima hasta el surco micrométrico de un papel que saco de mi cajón de forma apresurada, apasionadamente, para que no se me olviden y huya de mi lado la musa que juega en los columpios del parque en que jugué cuando era niño.
Una vez están todas juntitas, el vértigo desaparece: luego podré seguir haciendo el trabajo de alfarero. La música ha de ser necesariamente el agua que permita esa acomodación entre lo que quiero y lo que puedo decir. Y lo que salga solo será cuando sea dicho.
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