El deseo de parecer nórdicas hace que la mitad de las españolas se tiñan de rubias cuando su pelo natural es oscuro, como Máxima, la nueva reina holandesa, y el de parecer más jóvenes el de muchos españoles que se colorean de castaño, como parece hacerlo Mariano Rajoy.
En un razonamiento apresurado se diría que no es de fiar quien disimula su yo con afeites y colorines, lo que llevaría al error de pensar que la mitad de las españolas son falsarias, especialmente las vascas y catalanas, las más teñidas del país.
Por la misma razón no puede asegurarse que son espurios los hombres que se tiñen y que, curiosamente, son mayoritariamente de regiones que tuvieron indianos, como el norte de España de Rajoy.
El tinte llegó de Cuba con viejos emigrantes enriquecidos que volvían con muchachitas que los arruinaban antes de irse con jóvenes más activos: como ocurre ahora con tantos solterones, viudos y viejos verdes que turistean por los trópicos.
Otras variantes son la del peluquín del comunista Francisco Herrera y el nido del pajarillo Chávez del senador nacionalista vasco Iñaki Anasagasti, que también recuerda el regalo que depositan las figurillas en cuclillas de los Nacimientos catalanes.
El tinte de Rajoy debe serle irritante desde que aceptó dárselo en 2004: ya no puede prescindir de él porque es parte inevitable de su imagen.
Sus asesores, quizás el sociólogo del PP, Pedro Arriola, le dijeron antes de las dos elecciones perdidas ante Zapatero que necesitaba parecer tan joven como él, y no el vetusto registrador de la propiedad que aparentaba.
Cayó en la trampa, y ahora ¿cómo va a presentarse de golpe con su verdadero pelo blanco, y su tonsura de canónigo sin colorear?
Pobre Rajoy, más esclavo de la cosmética que de la política.
----
SALAS