Por Elisenda N. Frisach
Para poder hablar de la nueva película de Thomas Alfredson con la atención que una cinta tan meritoria y sutil requiere, vaya por delante una obviedad que, sin embargo, suele olvidarse a la hora de juzgar las cualidades de cualquier adaptación cinematográfica: la fidelidad absoluta a una obra literaria es tan imposible como absurda, pues, como el mismo John Le Carré indicara a los responsables de la cinta que nos ocupa (el escritor inglés es autor de la novela en la que se basa y ejerce en este proyecto de productor ejecutivo), el texto impreso ya existe y, por tanto, no tiene sentido hacer una mera ilustración visual del mismo para perezosos que no quieran leer.
De hecho, toda película que parta de una obra literaria previa debería hacerlo con la voluntad de ser algo independiente y nuevo, diferente; una lección aprendida, y cómo, por El topo (2011). Tomando el mismo nombre con el que fue traducido al castellano en su momento el título original, y más sugerente, de la novela (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 1974), nos hallamos ante un filme que, a pesar de adscribirse en líneas generales al argumento de la obra de partida, y también a muchas de las convenciones hollywoodienses de las películas de espías de los 70, se constituye en una creación tan alejada de un servilismo caligráfico a la letra impresa, así como del tono violento, desgarrado y seco de ese tipo de realizaciones que, a buen seguro, defraudará o desconcertará a muchos espectadores.
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Y es que Alfredson, como ya hiciera con su maravillosa Déjame entrar en el terreno del cine de terror, subvierte las convenciones del género para dinamitarlo a base de una puesta en escena minuciosa y exquisita, que prima el primer plano y el plano detalle a fin de minimizar la importancia de la narración de los sucesos y hacer énfasis, en cambio, en la definición psicológica, casi espiritual, de sus personajes. El estilo del director sueco, frío y distante, construido a base de momentos anticlimáticos (baste con ver cómo resuelve la escena que desvela la intriga del relato), va diluyendo progresivamente el dramatismo de una trama coral y laberíntica, cargada de asesinatos, falsedades y traiciones, lo que, desde luego, atesora la voluntad de su autor de hacer del discurso un emblema de la incapacidad de los seres humanos para superar nuestras limitaciones, no importa cuánto luchemos contra ellas. De ahí que la cinta devenga un complicado puzzle con flashbacks no marcados que confunden presente y pasado y van ajustando con un tempo sosegado y reflexivo la información fragmentaria para desvelar el enigma motor del conflicto; de ahí, también, el poso de amarga ironía que destilan algunos momentos del filme (véase, por ejemplo, el uso de la canción La mer).
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De hecho, El topo enlaza con la anterior creación de Alfredson y redunda en su misma temática, al describirnos a los agentes del Circus (como asimismo hiciera con Oskar y Eli en Déjame entrar) como animales sociales que, paradójicamente, viven presos en una dolorosa alienación de sus semejantes; un ostracismo al que les aboca una guerra inconfesa pero constante, basada en el desgate de las seguridades, de los principios e incluso de los corazones de los “soldados” del bando contrario. A la postre, lo que a priori parecía una inteligente reflexión sobre el binomio traición/fidelidad como fondo de la lucha de poderes entre dos bandos poblados por personas con sus propias contradicciones morales (y, por tanto, realmente no tan alejados entre sí), termina por erigirse en un análisis desapasionado y cerebral, casi científico, de la soledad ontológica del ser humano; un pathos sobrio y minimalista al que contribuyen decididamente las excelentes interpretaciones de todo el elenco (a destacar las de Gary Oldman, John Hurt, Mark Strong y Benedict Cumberbatch).
Desde una contención que a veces resulta casi abstracta, Alfredson traza una película profundamente melancólica, en la que la victoria sabe a vanidad y cenizas y el fracaso es solo otra forma de vencer. En cierta forma, el autor sueco lleva a cabo un espléndido thriller metafísico que nos recuerda nuestra condición fútil y transitoria, cual si suscribiera el famoso terceto final del soneto “Hombre” de Blas de Otero: “Esto es ser hombre: horror a manos llenas./ Ser –y no ser– eternos, fugitivos./ ¡Ángel con grandes alas de cadenas!”