Si no hubiera sido tan desmoralizador, esta jornada podría hasta haber pasado por divertida; y, de hecho, espero que pronto, al mirar hacia atrás, sea capaz de reírme de ella; pero, por el momento, prevalece la frustración.
De modo que yo había comprado un vuelo a Hong Kong para visitar a mi novia -o, bueno, algo por el estilo- en China. Ella vive en Shenzhen, justo al otro lado de la frontera. Sí: deberías saber que, por mucho que el gobierno chino insista en que Hong Kong le pertenece, la verdad es que no, que nada de eso. Hong Kong tiene su propio y muy diferente gobierno, fronteras, policía, leyes, moneda, sentido del tráfico, economía y demás. Y, por supuesto, hay una frontera -bastante estricta, por cierto- entre China y Hong Kong, amén de que en ambos países son completamente opuestos los requisitos para la inmigración y el turismo. Los europeos, por ejemplo, no necesitamos visado para ir a Hong Kong, donde podemos permanecer hasta tres meses sin más documento que nuestro pasaporte en vigor, mientras que para China tenemos que solicitar previamente un visado, que nos será expedido -sin mucha dificultad, eso sí- por un máximo de treinta días, normalmente para una sola entrada. Pero lo que resulta mucho más estrafalario es que, aunque los chinos pueden, al igual que los occidentales, ir a Hong Kong sin necesidad de visado, ¡tienen estrictamente prohibido quedarse más de una semana! Así de mucho pertenece Hong Kong a China…
Aparte, sindo Shenzhen y Hong Kong ciudades contiguas, los vuelos internacionales a aquélla son el doble de largos y cinco veces más caros que a ésta, de manera que la jugada obvia para cualquier extranjero que vaya a Shenzhen es volar a Hong Kong y, una vez allí, simplemente cruzar la frontera; que es lo que yo hice -o, bueno, algo por el estilo.
Se suponía que mi novia -a la que podemos llamar Sauce- iba pedir un día libre para recogerme en el aeropuerto y entrar luego juntos a China; y, en efecto, allí estaba cuando salí de la terminal. Como ella no tiene coche, para no complicarnos la vida ni perder tiempo decidió que escogeríamos la vía cara: un servicio de vehículos particulares, para siete pasajeros, que nos llevaba directamente desde el aeropuerto hasta una de las fronteras; de hecho, hasta cruzarla. Un servicio muy cómodo que, por quince euros/cabeza, te ahorra molestias y colas; o, al menos, puedes quedarte tranquilamente en el asientu durante las esperas. El conductor se encarga de juntar los pasaportes, proporcionar a sus pasajeros los impresos para la entrada -que vamos rellenando durante el trayecto de media hora- y alargarle la documentación a los funcionarios de ambas fronteras. Nosotros escogimos el puesto de Shekou, al otro lado del puente que cruza la bahía, porque queda tan cercano al apartamento donde teníamos alquilado los primeros cinco días que casi podíamos ir andando.
Nada más pasar el puente que conecta ambos países hay una serie de casetas que, según deduje después, eran la frontera de salida de Hong Kong. Ahí apenas tardamos cinco o diez minutos. Sabido es que las comprobaciones de salida son mucho más ágiles que las de entrada… y no tan sabido es, aunque sí predecible, que Hong Kong tiene menos burocracia que China. Por eso la segunda espera resulta sensiblemente más larga, aunque no demasiado: antes de media hora ya habíamos acabado. En ninguno de los dos puestos fronterizos tuvimos que bajarnos del coche, ya que la práctica es que el conductor descorre las puertas del monovolumen y el funcionario comprueba los pasaportes, visados, y coteja las caras con las fotos desde su ventanilla. Pasado este trámite, unas decenas de metros más allá, junto a unas paradas de autobuses cabe un edificio, nos bajamos todos con nuestro equipaje y el conductor regresó al aeropuerto.
Normalmente, cuando estás en un lugar nuevo con alguien que es natural de allí, no prestas mucha atención a las indicaciones ni haces esfuerzos por orientarte ni te interesas por los detalles burocráticos: sencillamente te dejas guiar. Y eso es lo que yo hice: dejarme guiar. Sauce me condujo hasta el edificio y nos pusimos en una cola que asumí era la aduana, porque tenía los consabidos letreros en grandes letras verdes o rojas con Nada que declarar o con Bienes a declarar. Una vez evacuado este trámite, que supuse sería el último, aún tuvimos que esperar en otra cola de ventanillas para nuevas comprobaciones, sellos, visados o lo que fuera. Aunque no me esperaba este paso, tampoco me extrañó, conociendo cuán engorrosa es la burocracia china. De hecho, hasta entonces todo se había desarrollado con demasiada agilidad como para ser verdad, así que asumí que se trataba de la cruda realidad china haciendo un poco más difícil la vida de los viajeros.
Pero el colmo fue cuando, tras sortear ese obstáculo, y aun después de pasar por una especie de filtro sanitario en el que unas mujeres embozadas nos apuntaron a la frente con algo parecido a una pistola y le preguntaron a Sauce si estaba embarazada (porque no es la típica asiática enclenque), aún hubimos de hacer cola en una quinta barrera de mostradores. ¿Qué narices? Aunque por suerte las colas no eran muy largas, se trataba del cruce de frontera más coñazo que yo había visto nunca. En ninguno de mis viajes había pasado por nada semejante. Pero, en fin, ¿qué podía hacer uno sino someterse al procedimiento, por muy estúpido que me pudiese parecer?
Cuando por fin salimos del edificio nos encontramos en una zona donde había una serie de dársenas para autobuses, en todas las cuales ponía HONG KONG. No parecía haber ni un sólo autobús que llevara hasta punto alguno de Shenzhen. El único letrero en el que ponía SHENZHEN apuntaba a un ancho corredor que entraba de nuevo en el edificio del que acabábamos de salir, si bien que por otra de sus aberturas. Y fue entonces cuando empecé a perder la paciencia y a discutir con Sauce. Ella parecía perdida y sugería que sigiésemos las indicaciones a Shenzhen, y yo argumentaba que eso no tenía ningún sentido, ya que nos llevaba de nuevo al edificio de la burocracia fronteriza. “Tiene que haber algún camino hacia la ciduad”, protesté. Pero, al preguntar Sauce a una limpiadora, resultó que tenía razón: la única forma de salir a Shenzhen era a través del edificio. Así que allí nos metimos de nuevo; pero enseguida nos topamos de frente, al final del corredor, con… ¿adivina qué? ¡Una sexta serie de cabinas!
Aquello era demasiado. Demasiado. Decididamente, algo muy raro estaba pasando allí. Aunque ya me habían dicho que pasar de Hong Kong a China era muy tedioso, me parecía imposible que hubiese uno de pasar seis comprobaciones diferentes (sin contar con las pistolas de inspección sanitaria) para conseguirlo. Y, según pensaba esto, comprendí de repente lo que había ocurrido: ¡estábamos de nuevo en Hong Kong! Al entrar en aquel edificio tras bajarnos del vehículo, mi novia -o, bueno, algo por el estilo- me había conducido por el proceso inverso al realizado ya por el conductor, de modo que nos hallábamos otra vez en la casilla número cero del Juego de la Oca. Respiré hondo un par de veces para no descargar mi malhumor con ella (con Sauce, digo; no con la oca) y, armándome de toda la moral que pude, acepté mi destino y me preparé para cruzar la misma frontera, por tercera vez esa mañana, y llegar de nuevo a Shenzhen, que es donde el eficaz servicio de transporte nos había depositado hacía ya dos horas.
Pero iba a hacerme falta mucho más que un poco de moral y paciencia, porque el funcionario, al inspeccionar mi pasaporte, me dijo: “lo siento, señor, pero su visado es de una única entrada y ya la ha consumido; no puede usted pasar con él a China”…
Y así fue como hice el tour más corto de toda mi vida, y probablemente uno de los más cortos en los Anales Universales del Turismo. Fue en vano tratar de explicarle al empleado que nos habíamos equivocado, que nuestra intención no había sido hacer una visita de cinco minutos a China, o pedirle que hiciera la vista gorda con nuestro pequeño error, que seguramente nadie se daría cuenta. No; enseguida nos hizo comprender -y no le faltaba razón- que el visado estaba usado ya, definitiva e irreversiblemente. Se habían hecho las correspondientes anotaciones en él, y ya figuraba en mi pasaporte el sello de salida de China; y aunque él me dejara pasar, los chinos no me dejarían entrar. ¿Y qué puedo hacer ahora?, le preguntó Sauce por mí. “Solicitar otro visado”, fue su lacónica respuesta.
Así Mr. Destino le puso la zancadilla a mi viaje y, de esta manera tan increíblemente estúpida, mis vacaciones en China se chafaron -o, bueno, algo por el estilo- antes incluso de haber empezado. Poco sabía yo en ese momento, sin embargo, que dicho contratiempo era sólo el primero en una serie de percances, alguno de ellos casi extravagante, que conspiraron para completar las 24 horas más absurdas de mi vida viajera… y de la otra también.
Pero de eso te hablaré en el próximo capítulo. Suficientes calamidades por hoy.
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