Por Esteban Owen
Uno de los énfasis más importantes de quienes marcan el rumbo en el management moderno está orientado a destacar la importancia del trabajo en equipo. Al punto que cada vez con más insistencia los responsables de reclutamiento de las empresas están indagando en las aptitudes para el trabajo en equipo por parte de los candidatos a ocupar posiciones vacantes.
No es necesario ahondar demasiado para comprender las razones del interés por rescatar a los individuos del aislamiento de sus cubículos. Es claro que la conformación de equipos de trabajo facilita y vehiculiza el hallazgo de soluciones y la generación de planes de acción que difícilmente puedan surgir de mentes atomizadas.
Una eventual encuesta entre líderes de empresas mostraría la coincidencia en la fe que los managers profesan hacia el trabajo en equipo. Una indagación más profunda en las prácticas cotidianas de la gran mayoría de estos mismos dirigentes empresariales revelaría, sin embargo, un gran déficit de comprensión acerca de las estrategias y los mecanismos que llevarían a sus empresas hacia el verdadero éxito en el camino del trabajo en equipo.
Y pondría en evidencia, simultáneamente, las sutiles trampas del inconsciente que obstaculizan el desarrollo de verdaderas formas de organización que legítimamente pudieran merecer el certificado de “equipos de trabajo”.
Conflicto de ideas vs. conflicto a secas
Si pudieran establecerse indicadores que sirvieran para medir el grado de un equipo de trabajo, uno de los que recibiría mayor ponderación sería el conflicto de ideas. La libertad para plantear ideas conflictivas es vital para el descubrimiento de novedosas soluciones creativas.
Las más de las veces en las empresas, sin embargo, el conflicto de ideas es sinónimo de conflicto a secas. Es decir, el conflicto se plantea en un nivel interpersonal, o incluso interdepartamental. Si el conflicto de ideas no es adecuadamente encauzado, conducido de acuerdo con una estrategia organizacional, mantiene un signo de disolución antes que de búsqueda corporativa.
Peter Senge estableció a principios de los ’90 la distinción entre diálogo y discusión, destacando la importancia de ambos componentes en el proceso de aprendizaje de los equipos. Sus conclusiones se basaban en aportaciones anteriores de David Bohm, quien reconoció el hecho de que el pensamiento es ante todo un “fenómeno colectivo”.
“Nuestro pensamiento es incoherente”, afirmaba Bohm, y no podemos mejorarlo en forma individual ya que “surge de nuestro modo de interactuar e intercambiar un discurso recíproco”.
“Colectivamente podemos ser más agudos e inteligentes de lo que somos en forma individual. El cociente intelectual del equipo es potencialmente superior al de los individuos”, afirma Senge (La quinta disciplina; Granica, 1992).
En este contexto cobra sentido cada uno de los dos momentos del aprendizaje en equipo propuestos por Senge: el diálogo y la discusión.
Suspender los supuestos
Un diálogo bien encaminado ayuda a poner de manifiesto las incoherencias del pensamiento de los integrantes del equipo (incluyendo los prejuicios), al colocar a las personas en un lugar que les permite observar sus propios pensamientos como desde un lugar exterior.
Este es precisamente uno de los mayores desafíos del aprendizaje en equipo, y una condición para que éste sea realmente fructífero. Por eso Senge propone un ejercicio (más que un ejercicio, una “disciplina” que requiere una enorme ejercitación), al que define como “suspensión de los supuestos”.
Suspender los supuestos consiste en mantenerlos como colgando delante de nuestros ojos, “accesibles para el cuestionamiento y la observación”, dispuestos a que sean sometidos a examinación.
Pero aquí es donde aparece una de las barreras más difíciles de vencer para lograr un verdadero clima de equipo. Porque suspender los supuestos requiere adentrarse en un terreno en el que no todos están predispuestos. Es el momento en que aparecen los mecanismos de defensa, el temor ante la amenaza de exponer nuestros razonamientos al cuestionamiento de los demás.
Los mecanismos de defensa están reforzados en la mayoría de las organizaciones empresariales por la creencia de que aquellos que ocupan posiciones clave o de liderazgo, deben tener respuestas adecuadas ante cada situación. La necesidad de aparentar un saber sin fisuras bloquea la riqueza que deviene de exponer los pensamientos propios al escrutinio de la mirada del grupo.
Un equipo efectivo debe desarrollar la capacidad de analizar no sólo lo que ocurre “afuera”, en el ámbito de los negocios, sino también “adentro” del propio grupo.
Confianza como entre amigos
Uno de los secretos que plantea Senge para superar estas restricciones, es la generación de espacios donde los actores puedan percibirse como colegas, y más aún, como amigos. Los integrantes del equipo deberían poder decir las cosas tal como las dirían al encontrarse con sus amigos durante una cena.
“Suspender los supuestos –dice– supone cierta vulnerabilidad. Tratarse como colegas reconoce el riesgo mutuo y establece cierta seguridad para afrontar el riesgo.” Esta actitud debe venir precedida de un renunciamiento voluntario a los privilegios de la jerarquía. La jerarquía actúa como antídoto a un diálogo sin atenuantes. Pero también los extremos inferiores de la cadena de mando, más habituados a callar sus opiniones, deben renunciar a la seguridad del silencio para que todo el esquema funcione.
Es en un escenario de estas características donde puede desarrollarse sana y creativamente la segunda instancia del trabajo de equipo: la discusión. Si no existe la confianza como fundamento del quehacer grupal, la discusión degenera en un enfrentamiento con vencedores y perdedores, pero sin ningún proceso capaz de conducir a la decisión de nuevos cursos de acción.
Mientras que en el diálogo ocurre la presentación de todos los puntos de vista posibles y la búsqueda de un punto de vista nuevo y compartido, la discusión conlleva la defensa de perspectivas particulares con la finalidad de alcanzar conclusiones y tomar decisiones respecto de cursos de acción futuros.
Ambos momentos –el diálogo y la discusión– convergen y fluyen de uno a otro a través de un movimiento continuo en la vida de un equipo. Con el tiempo se va generando una confianza entre los integrantes del equipo, que nace en el momento del diálogo pero se traslada al tiempo de la discusión.
En palabras de Senge, “aprendemos el arte de mostrar una posición con respeto en vez de ser respetados por nuestra posición. Cuando corresponde defender un punto de vista, lo hacemos con mayor gracia y menos rigidez”.
El árbitro
En vista de la cultura viciada que impera en la mayoría de las organizaciones empresariales, marcada por los celos y la desconfianza mutuas, la vida de los equipos –como microcosmos de la organización en su conjunto– debe ser desarrollada a partir de un proceso de aprendizaje.
Hasta que los equipos rompan esas murallas defensivas y sus miembros alcancen el grado de confianza necesaria, suele ser necesaria la figura de un “árbitro”. La función del árbitro es, fundamentalmente, la de mantener las condiciones para el diálogo, es decir, lograr que se mantenga la “suspensión de los supuestos” de todos y cada uno de los integrantes del equipo.
Pero el equipo debe aprender a prescindir del árbitro, objetivo que logrará en la medida en que adquiera el “hábito” ó la “habilidad” para mantener autónomamente las condiciones explicadas.
Autor Esteban Owen
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