Mientras el Apolo XI alunizaba, Francisco dejaba que la luna le sirviera de faro en su noche de dehesa. Nunca le llamaron la atención aquellas naves ni los trajes y las escafandras. Campo y bichos, su sueño de maletilla, eso era lo único que, a los veinte años, le importaba. Con los años, cambió el campo por la fábrica de coches en la ciudad, se soñaba menos, pero se ganaba más.
Para Manuel, la luna era uno de los colgantes que había sobre su cuna. Un sol, una luna, unas estrellas...juguetes que danzaban sobre su cabeza con cada una de las pataditas de sus regordetes pies. Creció admirando los recortes de los periódicos de aquel 22 de julio que su padre había guardado en un álbum de polipiel rojiza mientras se imaginaba luciendo uno de aquellos trajes y caminando por la luna.
Francisco vio a la luna dejar de brillar sobre la manta de las farolas de la urbe a la vez que sus agrietadas manos se teñían negra grasa. Manuel estudió, pero pronto olvidó su sueño de ser astronauta, de qué le valían los conocimientos si se mareaba en todos los viajes.
El día de su septuagésimo primer cumpleaños, Francisco soñó con la luna. Paseaba tranquilamente por la superficie selenita cuando, al darse cuenta de donde estaba, le faltó el aire. Sus pulmones luchaban por encontrar oxigeno mientras su piel, cada vez más encendida, sudaba por el esfuerzo. Al borde del colapso, Francisco pensó que lo mejor sería tirar la toalla y dejar que su cuerpo, se apagara a medida que el preciado gas, iba desapareciendo de su organismo.
Sumido en un duermevela esperando el fatal desenlace de su pesadilla y boqueando por la falta de aire, Francisco vio aterrizar una nave junto a él de la que descendió veloz un astronauta que, deslizándose a su alrededor por la falta de gravedad, le prestó una de sus escafandras y lo guió hacia el interior del cohete. Una vez que sus pulmones se fueron reponiendo, el sudor dejó paso al frío. El cosmonauta obligó a Francisco a tomar uno de esos compuestos especiales que la NASA preparaba para las largas estancias de sus agentes en la Estación Espacial Internacional y lo dejó sobre un camastro blanco donde se dejó vencer por el sueño.
Un rítmico pitido despertó a Francisco. Parecía que su cuerpo regresaba del más allá, ¿cuánto tiempo había dormido? Intentó moverse, pero las fuerzas le fallaron y se sobresaltó al no reconocer la estancia ni las máquinas que lo rodeaban. Alertado por el jaleo, el astronauta corrió hacia Francisco apuntándole a los ojos con una linternita.
-Tranquilo, Francisco -hablaba con voz profunda desde el interior de la escafandra- soy el Doctor Manuel Hurtado. Todo está bien, el virus lo ha tenido en jaque, pero ya está fuera de peligro.
A través de las gafas de seguridad, Francisco notó que los ojos del médico le sonreían.