Revista Filosofía
El trasfondo emocional del nacionalismo y de las ideologías extremistas
Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Resumen: madurar consiste en ir comprendiendo que en la vida estamos abocados a la decepción, a constatar que la realidad nunca estará a la altura de nuestros deseos. A eso los psicólogos lo llaman “tolerancia a la frustración”. Lo contrario, la intolerancia a la frustración busca a menudo en las ideologías extremistas un disfraz que dignifique lo que no es sino inmadurez emocional. Normalmente, no se llega hasta ese extremismo, pues, por la vía de los argumentos y de la razón, sino por sintonía emocional con tales discursos. Sigmund Freud consideraba que la libido, la energía psíquica (que él entendía como primariamente sexual), discurría a través de dos fases claramente diferenciadas: la libido narcisista y la libido de objeto. La primera es la que caracteriza sobre todo al bebé, pero quedará como residuo regresivo en todas las personas que no consigan madurar emocionalmente, y en ella, dice Freud, “el yo no precisa del mundo exterior”. De esa forma, dice también el fundador del psicoanálisis, en las fases más primitivas de la psique, el yo, que está bajo el dominio del “principio del placer”, solo reconoce “los objetos que le son ofrecidos en tanto en cuanto constituyen fuentes de placer y se los introyecta, alejando, por otra parte, de sí aquello que en su propio interior constituye motivo de displacer”. La libido objetal es, por el contrario, la que es capaz de vincularse a la realidad exterior. Esta, si la hacemos equivalente a la “circunstancia” de Ortega, se nos aparece como resistencia, dificultad o contraste. Aceptar solo las cosas que nos procuraban placer nos mantuvo, durante aquellas primeras etapas de nuestra vida, en un orbe indiferenciado (el de la unión simbiótica con nuestra madre), en el que las fronteras entre el yo y el mundo no quedaban cabalmente determinadas, porque no existía la distancia para ello requerida entre lo que deseábamos y lo que la realidad externa (es decir, exclusivamente la madre por entonces) satisfacía. De esa forma narcisista de instalarse en el mundo derivaría el sentimiento megalomaníaco: el yo, un yo infantilizado y relacionado tan solo con la parte del mundo que se subordina a los propios deseos, y rechazando e ignorando la que le opone resistencia y dificultades, sufriría una inflación y derivaría hacia un patológico delirio de omnipotencia (el “yo soy Napoleón” o “la encarnación de la divinidad” del esquizofrénico), asociado a su vez al delirio paranoide o de persecución cuando irrumpe la parte de mundo que se rechaza, que no se adecua a los propios deseos. La fase de transición desde la libido narcisista hasta la libido objetal, es decir, el paso desde un ámbito en el que solo existe una realidad subordinada a nuestros deseos hasta otro en el que aparece lo que se nos resiste y nos frustra (los objetos), quedará delimitada por un sentimiento primigenio: el odio. Dice Freud que “el odio hace el objeto”, y que “el mundo externo, el objeto y lo odiado habrían sido al principio idénticos”. El mundo externo, filtrado a través de ese sentimiento de odio, es un mundo que quisiera verse destruido; la primera forma de relación con los objetos (con lo que no es una mera prolongación del incipiente yo) es la que empuja hacia su rechazo, hacia el deseo de que desaparezca (y aquí encajarían los delirios sobre el fin del mundo característicos también de la esquizofrenia). Podríamos decir que el mundo externo, para empezar, solo viene a estorbar. Llegar a reconocer, a aceptar la existencia de los objetos, es decir, de lo que se nos opone y resiste, habrá de ser posible solamente a la vez que la personalidad se haga capaz de desarrollar la tolerancia a la frustración; pero antes, insistamos en ello, la primera reacción, la que sirve de puente entre la mera negación de la realidad frustrante y su aceptación, es el sentimiento de odio (correlativo al de miedo), que el bebé pone en marcha como reacción frente a lo que considera peligro de ser aniquilado por ese mundo que siente que se le opone y le amenaza. Mientras tanto, si la libido acaba finalmente enfocándose hacia los objetos, si el sujeto acata el “principio de realidad” y acepta el mandato que nos impone aquella ley que Ortega cifraba al decir que “se vive de dentro a fuera” (desde la libido narcisista a la libido objetal, diría Freud), ello significa que esa persona ha madurado emocionalmente, es decir se ha vuelto capaz de aceptar la realidad, a pesar de que ello suponga emplear un esfuerzo y una tolerancia a la frustración que habrán de ser el contrapunto de esa realidad que nunca se adecua suficientemente a nuestros deseos. Si dejamos a un lado el lenguaje técnico del psicoanálisis y tratamos de formular estas ideas en otro lenguaje más directamente experiencial, podríamos decir que, en nuestra relación con la realidad, el sentimiento que más interviene es el de decepción o frustración, porque nunca la realidad estará a la altura de nuestros deseos. Una persona madura no es aquella que solo está dispuesta a relacionarse con la realidad (finalmente utópica) que se subordina a sus deseos, sino la que sabe sobrellevar sin demasiados aspavientos esa decepción acumulativa en que, en gran medida, consiste la vida; estaríamos hablando, pues, de aquello que los psicólogos denominan “tolerancia a la frustración”, y que sería la actitud que serviría de frontera respecto de las personas emocionalmente inmaduras. La realidad nunca llegará a ser el cabal correlato de nuestras pretensiones y hay que aprender a aceptarlo (sin llegar a renunciar, claro está, al intento de procurar que esa realidad se aproxime, pese a todo, a nuestros deseos en alguna medida). La persona emocionalmente inmadura, sin embargo, se rebela intempestivamente contra la decepción, busca culpables, añadir a su frustración una causa exterior. El resultado es el odio, un odio o resentimiento a la busca de destinatarios. Y ese sentimiento así surgido, cuando menos, ofusca la mente, y en personas que en algún otro ámbito de desenvolvimiento pueden demostrar ser inteligentes, en estos en los que intervienen las emociones inmaduras puede llegar a contaminar y distorsionar gravemente los juicios. La intolerancia a la frustración es característica, pues, de muchas personalidades que podríamos incluir en mayor o menor grado en el ámbito de la psicopatología, y que manifiestan una serie de rasgos con los que fácilmente podríamos construir una tipología psicológica suficientemente definida. Los rasgos de ese personalidad-tipo serían congruentes con los que podríamos deducir de los mecanismos mentales que hemos ido analizando. Hablaríamos, pues, de sujetos que dividen drásticamente a los demás en dos bandos: los que están conmigo y los que están contra mí, y que a estos últimos les dedican un odio o animadversión furibundos; personalidades paranoides, litigantes, impacientes, que tienden fácilmente a la exasperación y a hacer juicios contundentes y sin matices (a menudo contrarios a la evidencia), que son inadaptables, que difícilmente acaban de encontrar acomodo o satisfacción en el mundo que les ha tocado en suerte, y son asimismo manifiesta o latentemente propensas a la violencia. Y bien: es de este tipo de sujetos de los que precisamente se nutren las ideologías extremistas y las que más llegan a distorsionar la convivencia. Estas ideologías vienen a servir de coartada y disfraz para aquellos rasgos de carácter que alimentan esa gama de patologías que hemos incluido en el epígrafe general de intolerancia a la frustración. Son los propios de personas acostumbradas a negar la realidad o a combatirla por sistema, y a ir persistentemente en busca de contrincantes sobre los que volcar su animadversión. Estos eventuales contrincantes, filtrados por la ideología, pueden convertirse en el “enemigo de clase”, el “enemigo de la nación” o el “enemigo racial”, pero el sustrato de esa enemistad no hay que buscarlo en los argumentos más o menos coyunturales que proporciona la ideología, sino, tal y como hemos ido viendo, en una emotividad patológica. Podríamos fácilmente ampliar el ámbito de nuestra descripción recurriendo a quienes han sabido valorar con perspicacia algunas de esas concretas ideologías (que, por otro lado, pueden llegar a seducir también a personas normales). Por ejemplo, Henry Hazlitt (1894-1993), que fue un filósofo y economista liberal estadounidense, periodista del The Wall Street Journal, el New York Times, Newsweek y The American Mercury, entre otras publicaciones, y que da una definición del marxismo que encaja perfectamente con los presupuestos que hemos ido estableciendo. Decía: “Todo el evangelio de Karl Marx puede resumirse en una frase: Odia a quien esté mejor que tú. Bajo ninguna circunstancia admitas que su éxito puede deberse a su propio esfuerzo, a la contribución productiva que ha hecho a la vida de otros. Atribuye siempre su éxito a la explotación, al fraude o el robo más o menos abierto a otros. Nunca admitas que tu propio fracaso puede deberse a tu propia debilidad, o que el fracaso de cualquier otro puede deberse a sus propios defectos, como pereza, incompetencia, falta de inteligencia o falta de previsión”. Valoración esta que podría servir de marco a las que hicieron precisamente los adalides de tales ideologías; por ejemplo, la de Lenin cuando dijo: “La muerte de un enemigo de clase es el más alto acto de humanidad posible en una sociedad dividida en clases”. O la del Ché Guevara: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Tales personajes han encontrado fieles seguidores que nos resultan más inmediatos, como Pablo Iglesias, que el 21 de marzo de 2015 en una conferencia recogida en Youtube decía: "El enemigo solo entiende el lenguaje de la fuerza". Y abriendo el abanico de las ideologías que sirven de coartada a este tipo de perversiones del carácter, añadiremos alguna cita de próceres del nacionalismo que podríamos incluir dentro de una lista fácilmente ampliable. Caben aquí, por ejemplo, las siguientes palabras que Prat de la Riba, el fundador del nacionalismo catalán, incluyó en su libro “La nacionalitat catalana” para describir el modo en que se realizó el proselitismo nacionalista de la primera hora: "Debía acabar de una vez esta monstruosa bifurcación de nuestra alma, debíamos saber que éramos catalanes y sólo catalanes (…) Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana (no iba a hacerla) el amor, como la primera, sino el odio". En el mismo libro se incluye esta otra cita: “Rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y derechas, sin medida”. Por su parte, Joan Estelrich (1896-1958), intelectual catalán, no precisamente de los más extremistas, arengaba de esta manera en sus escritos: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos”. Así pues, este tipo de ideologías no se sustenta finalmente tanto en argumentos, como en emociones. Emociones que son las propias de personalidades que no han tenido un desarrollo cabal. Difícilmente, por tanto, los argumentos y la razón serán armas suficientes para conseguir derrotar a tales ideologías y a las políticas subsiguientes… aunque es probable que sean las únicas que tenemos a mano.