Aparte de sus dieciséis líneas de metro Madrid tiene doce de ferrocarril de cercanías. El 11 de marzo de 2004 unos terroristas eligieron cuatro de estas, las más concurridas, para poner diez bombas en cuatro trenes que provocaron 191 muertos y 1.858 heridos.
Cuando se juzgó a los acusados, en 2007, no quedaban casi muestras de los explosivos ni de los vagones destrozados, sólo pequeñísimos rastros que distintos peritos calificaron de insuficientes.
Los trenes se habían reciclado. Los vagones explosionados se habían fundido, y esta rápida e innecesaria desaparición de pruebas se hizo sospechosa.
Algunos medios informativos y acreditados peritos en explosivos independientes creían que la dinamita de una mina de carbón no podía haber cortado como una cizalla el acero de los trenes.
Los rastros visibles parecían indicar que los explosivos podrían mezclar más orígenes, alguno incluso militar de acceso restringido, aunque no a algunos países vecinos.
Aún hoy hay división de opiniones: medios entre los que destacan los relacionados con los periodistas Jiménez-Losantos y Pedro J. Ramírez, insisten en la teoría de una conspiración para derribar al PP.
Otros, como El País, rechazan irritados lo que llaman conspiranoia, y le reprochan al nuevo Fiscal General, Torres-Dulce, que reabra una parte del caso.
Porque el periódico digital de Jiménez-Losantos ha encontrado un tozo de vagón explosionado del que no se tenía constancia judicial.
Pudo haber sido parte probatoria pero alguien calló su existencia entre chatarras de una empresa de Madrid.
Ha vuelto la guerra de conspiratorios y anticonspiratorios. De quienes dicen que la sentencia del juicio, ratificada por el Supremo en 2008, cerró todo.
Hay quienes quieren analizar lo encontrado ahora, aunque es difícil que las pruebas tengan valor legal.
Y los sindicatos eligen el 11M para manifestarse contra el PP y alimentar otra sospecha de conspiración.
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SALAS