Fotografías Antonio Andrés
La plaza de España lleva noventa y dos años erguida sobre el Parque de María Luisa, en pleno corazón de Sevilla. Noventa y dos años en los que la obra de Aníbal González, símbolo de la capital andaluza, ha sido testigo inquebrantable del paso del tiempo y las realidades. Y el pasado jueves, gracias al Singular Fest, lo fue del que será uno de los hitos artísticos en la historia del festival, el concierto de María José Llergo. Algún día el tiempo se pondrá amarillo sobre las fotografías y los que estuvimos allí recordaremos esa noche que no prescribirá como uno de los grandes momentos del arte en nuestras vidas.
Salió María José al escenario acompañada por el guitarrista Paco Soto en una primera parte del concierto acústica y más convencional. Sonaban argentinas las primeras notas. Pocas veces es tan trascendental y emocionante una primera canción como lo consiguió con Canción de las simples cosas. La memoria exhibe sus estigmas en esta milonga, una de las más hermosas canciones escritas, que María José Llergo hizo lucir nueva y eterna, vistiéndola de personalidad como si no la hubieran habitado ya mil voces a lo largo de las décadas desde que la firmaran César Isella y Armando Tejada. Así quedó hecho el surco.
Sorprende en María José el contraste entre, por un lado, su juventud y su vanguardia, con su espíritu añejo, su raíz combativa y social, la importancia de la tierra y lo antiguo en su canto. Decía Eric Fromm que el ser humano se une al mundo en el proceso de creación, ya sea sembrando el trigo o tiñendo la tela. Y no puede ser más palmario en este caso. La voz de María José Llergo brota de las raíces de la tierra y la memoria de los tiempos. Lo demostró en canciones de resistencia y dignidad como Canción de soldados o en grandes efigies del flamenco como los tangos de la Niña de los Peines y su Algurugú. Esta parte inicial acabó con Niña de las dunas, una de las primeras canciones con las que conocimos a la artista cordobesa, y emblema del lenguaje sencillo y poético que puebla su escritura.
A continuación, se sumó al escenario Miguel Grimaldo, encargado de las teclas, sintetizadores y programaciones, para desgranar los temas de Sanación casi en el riguroso orden del disco. Intercalando nueva cosecha, con De qué me sirve llorar por soleá; con lo popular, con la redención de la toná de trilla Soy como el oro. El amor no compartido es una hemorragia que se derrama en El hombre de las mil lunas, que recuerda a los pasajes morentianos de Omega. Como lo es también la distinta desolación que se desgarra en la Nana del Mediterráneo.
De pie y al frente, de rodillas sobre el escenario o inclinada en la silla como una flor abierta, fue luciendo canciones en las que los quejíos flamencos confluían con giros soul. Compás flamenco y genuinas capas electrónicas tañendo que se acercan al R´n´B en El péndulo, Tu piel o en la hipnótica Me miras, pero no me ves. Por medio de estas, meció la desnudez de la Nana del caballo grande que grabara Camarón para cerrar su Leyenda del tiempo, con el misterio del sitar de Gualberto y la espiritualidad de ese hammond que apenas se mueve en los cinco minutos de grabación.
Fue también protagonista durante todo el concierto un silencio tan respetuoso y honorable por parte del público como desgraciadamente inusitado en la mayoría de conciertos. Sólo se rompió entre canción y canción para cubrirse de halagos y agradecimientos mutuos entre artista y audiencia, y para una ovación final que mereció dos bises, Me miras pero no me ves y una hermosa versión de Ay, pena, penita, pena. El respeto por los bienes mayores, la belleza de un clavel a punto de estallar que fue el canto de María José Llergo.
Porque eclipsó a la propia plaza de España con su cante comprometido y honesto, trascendental y vivo. Se confirmó como una de las grandes realidades artísticas actuales. Cantó por la voz de los silenciados y los olvidados. Desplegó el poder curativo de la música como el mapa del tesoro. Sembró de luminosidad Sevilla con su canto catártico en un homenaje verdadero a la sensibilidad y a lo más profundo del ser. Capaz de hallar lo bello en el dolor. Capaz de convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo, sólo la voz, sobrevolar el tiempo memoria arriba y regresar al punto de partida. Quedó la plaza con la fragancia del arte oliendo a recién hecho. El triunfo de la belleza.
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