Revista Comunicación

el túnel que cruza la ciudad

Publicado el 18 septiembre 2015 por Libretachatarra

el túnel que cruza la ciudad

mágicas ruinas
Vía Facebook, dimos con una nota muy interesante del sitio Mágicas Ruinas (http://www.magicasruinas.com.ar) con buen material de notas de revistas de otras décadas. La nota en cuestión fue publicada en la revista “Siete Dias” del 24 de junio de 1974, contando la historia del ferrocarril que recorre la ciudad entre Almagro y el Puerto. Vale la pena reproducir parte de la nota y recomendar el material que se encuentra en el sitio.

Construido en 1912, un subterráneo corta en dos el centro de la ciudad. En 1949 se lo utilizó para el transporte de pasajeros y luego cayó en el olvido.
Pasa debajo del Congreso, rodea la Casa Rosada y se lo considera incluido en el área de la seguridad nacional.
A veinte metros de profundidad y a lo largo de más de cinco kilómetros, un túnel ferroviario de insólitas características atraviesa —con vocación de monólogo— la ciudad de Buenos Aires. Olvidado por la mayoría de los porteños, volvió a cobrar notoriedad, días pasados, a raíz de un pedido de informes presentado en la Honorable Sala de Representantes por el bloque demócrata. Sólo entonces se recordó la existencia de este excepcional alarde de albañilería que, alumbrado en 1912, presta hoy escaso servicio a la comunidad. En realidad, su existencia cae más bien en la órbita de los misterios y secretos que Buenos Aires, como toda gran urbe, cobija para deleite de memoriosos y acicate de investigadores.
Pese a las disposiciones burocráticas que impiden un fácil acceso a los datos y no permiten relevar sus múltiples vericuetos, Siete Días no sólo logró recorrerlo sino que pudo averiguar —mediante prolongadas conversaciones y arduas pesquisas en magros archivos— una serie de curiosas anécdotas que componen la íntima historia de este singular pasaje subterráneo.
Hay quienes aseguran que en Buenos Aires las sólidas casas y los formidables edificios de departamentos, al igual que las avenidas, calles, plazas y paseos, o sea todo lo que constituye la ciudad visible, se asienta sobre una compleja e infinita red de cuevas, túneles y enormes cavidades subterráneas que —tal vez para no sentir que le “mueven el piso”— (a gente prefiere mantener en un decoroso olvido. Sin embargo, desde las laberínticas y humildes guaridas de ratas hasta los túneles por donde se deslizan diariamente veloces trenes trepidantes, hay una inmensa variedad de galerías, albergues y reductos bajo tierra, que incluye tanto las enmarañadas cañerías para servicios públicos como los arduos pasajes que subsisten desde la Colonia y que, de vez en cuando, una cuadrilla de excavación pone al descubierto, sobre todo en el añejo barrio de San Telmo. Casi podría decirse que no hay porteño que no tenga o añore —Ernesto Sábato aparte— su túnel preferido. Así, por ejemplo, en la charla que Siete Días mantuvo con el ingeniero Raúl A. Caveri (38, dos hijos, experto en la geología de Buenos Aires), éste recordó emocionado cómo de chico sus abuelos lo llevaban por debajo de la calle Cangallo a la altura de Florida, desde la Central hasta el Anexo, los dos enormes edificios enfrentados de las recientemente desaparecidas tiendas Gath & Chaves.
UNA HISTORIA BAJO TIERRA
No se habían apagado aún los ecos de las fastuosas celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo, cuando el presidente Roque Sáenz Peña inauguraba en la plaza del Congreso las obras de construcción de la primera línea de “tranvías subterráneos”. Sólo once ciudades —ocho europeas y tres norteamericanas— habían precedido a Buenos Aires en la incorporación de este nuevo medio de trasporte, desde que en 1852 comenzara a funcionar en Londres el primitivo under-ground. Así, el 2 de diciembre de 1913, al día siguiente de la inauguración oficial, 150 mil porteños podían viajar en subterráneo desde la Plaza de Mayo hasta la Once de Septiembre (actual Miserere), al precio de diez centavos de los “fuertes” (si bien el desborde humano hizo que los últimos pasajeros no pagasen boleto). La idea originaria era prolongar el servicio hasta Liniers, pero obviamente las obras se empantanaron en Caballito.
No por casualidad, la compañía Anglo Argentina, autorizada a construir y explotar la red de subterráneos, tuvo también que ver por esa misma época (1912-1916) con la construcción de otro túnel algo más abajo aunque casi paralelo a la línea “A”, pero rigurosamente cerrado a la vista del público. Se trataba de suplir la carencia de una conexión directa entre la zona portuaria y el ferrocarril más antiguo del país, el del Oeste (hoy Sarmiento). Contrariamente al subterráneo de pasajeros, que se hizo a cielo descubierto, levantando la Avenida de Mayo, este otro túnel se construyó como los socavones de las minas, en el mejor estilo topo. El resultado fue una obra de ingeniería notable, verdaderamente fuera de serie, para la época, tanto que subsiste en excelentes condiciones hasta el presente.
Este singular túnel tiene una extensión total algo superior a los cinco kilómetros: nace en la zona del puerto, a la altura de la calle Bartolomé Mitre, frente al dique 3; cumple su primer kilómetro en Plaza de Mayo, hacia el Cabildo, y desemboca 1.335 metros más allá de la estación Once, al costado de Díaz Vélez, entre los puentes de las calles Bulnes y Mario Bravo. En la actualidad se utiliza para el trasporte de carga entre el Ferrocarril Sarmiento y el Puerto, pero hace cinco lustros —desde marzo del 49 hasta enero de 1950— fue utilizado para el desplazamiento de pasajeros entre Caballito y un apeadero, pomposamente bautizado Estación 1º de Marzo y ubicado aproximadamente en la intersección de Cangallo y Eduardo Madero.
Quienes entonces pudieron viajar por el túnel, y algunos privilegiados que lo transitan hoy en día, concuerdan en señalar sus características salientes: todo su trayecto posee forma de herradura y encofrado de cemento, salvo un tramo rectangular de doscientos metros, o poco más, que está revestido con mampostería; su máximo diámetro es de seis metros, y alcanza su mayor profundidad por debajo de la intersección de las calles Rivadavia y José Evaristo Uriburu: allí llega a los 23,17 metros.
SOBRE EL AIRE Y LAS TUMBAS
Una pasajera fortuita recuerda la poca gracia que le causó oír que a los pequeños refugios en forma de sarcófagos, adosados a las paredes del túnel, se les llamaba “nichos”. “Es que —acota el ingeniero Caveri— a pesar de la buena iluminación eléctrica y de dos salidas o respiraderos con escalerita de mano, que existen a la altura de la calle Alberti y frente al cine Gaumont, uno de los principales problemas de este túnel es la imposibilidad de escapar —dado el ínfimo espacio entre vagón y pared— en caso de un eventual accidente. Este peligro potencial determinó que en la época que estuvo habilitado para pasajeros se utilizaran convoyes de sólo dos vagones, que realizaban cuatro viajes por hora y tenían una capacidad máxima de cuatrocientos pasajeros. Si algo hubiera ocurrido entonces se habría podido huir por ambas puntas”.
Por su parte, un ferroviario memorioso —y la mayoría de ellos lo son— recuerda que los primeros servicios de carga se hicieron con locomotora a vapor y, en consecuencia, no pocas veces hubo que auxiliar a maquinistas y guardas semiasfixiados. Otro, en cambio, evocó mordazmente que ellos calificaban de “psicológico” al enorme ventilador colocado en la salida de Congreso, puesto que el mismo nunca pudo funcionar por razones técnicas, pero al moverse con el aire desplazado por el tren creaba en los ocasionales pasajeros la ilusión de una buena ventilación. Desde luego, un túnel como éste tiene su propia e intransferible historia, llena de anécdotas pintorescas, como aquella del vagón que volcó una suculenta carga de granos y generó así un ejército de saludables, rozagantes y no muy encantadoras ratas. O la de los contrabandistas, que echaban sus bultos non sanctos en los vagones de carga estacionados en el puerto y luego los iban a recoger tranquilamente en el Once. O la de los agudos e inquietantes zumbidos, debidos al sistema de envíos por tubos neumáticos desde la sucursal Medrano hasta el Correo Central, que se empleó hasta hace sólo un año y que se hallaba adosado al túnel en gran parte de su trayecto. “De allí —ironizó un ferroviario— que en este túnel subterráneo abunden las ratas neuróticas”.
(…)
“Buenos Aires: viejo túnel entre Almagro y el puerto. Una historia que corre bajo tierra”
(siete días, 24.06.74)

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