En septiembre de 2015, España ganó a Lituania en Lille (Francia) la final del Eurobasket. Tras aquel partido, una periodista de una cadena de televisión privada española entrevistó en directo a Felipe VI. No sabemos si por nerviosismo o inexperiencia, la informadora se dirigió a él y lo hizo de esta forma: “Estuviste con los jugadores después del partido, de la fase previa, de preparación, que jugaban en Madrid. Te comprometiste a que si estaban en la final ajustabas la agenda para estar aquí con ellos… Ellos han cumplido y tú también”. El Rey contestó con naturalidad, pero ese tuteo sorprendió a más de uno hasta el punto de generar polémica. En especial, en las redes sociales, claro. Y es que no parecía muy normal dirigirse de esa forma al Jefe del Estado.
El tuteo en el periodismo suele generar controversia. Una de las primeras cosas que me enseñaron en el oficio fue eso: que en la radio había que tratar de usted al entrevistado. Naturalmente, siempre que se trate de una persona de cierta edad, pues no tendría sentido hacerlo, por ejemplo, con un niño o un adolescente. Recuerdo lo que en una ocasión me dijo el inolvidable Víctor Villegas cuando, en su etapa de promotor discográfico en la década de los ochenta, apareció un día por los estudios de Radio Juventud de Murcia y me oyó en una grabación referirme a un ministro, al que pregunté algo durante una visita a la capital murciana: “Sí, muy bien chaval, señor ministro. Ese es el estilo de Radio Nacional que por desgracia se está perdiendo. Y nada de ‘hola, ministro’, como hacen ahora los modernos de la SER”.
Suelo tratar habitualmente a los entrevistados de usted en la televisión y en la radio. A pesar de que algunos sean amigos o conocidos y con ellos mantenga una relación de amistad. No concibo entrevistar tuteando, por ejemplo, al presidente del Gobierno de la Región de Murcia, Fernando López Miras, o a la alcaldesa de Águilas, Mari Carmen Moreno, aunque sí lo haga fuera de micrófono. O hablarles de tú en una rueda de prensa a la hora de formular una pregunta. Lejos de la órbita de la política, al cantautor Joan Manuel Serrat, al que siempre he admirado y al que entrevisté hace un par de años en la plaza de toros de la Condomina, al comienzo de su gira española de despedida de los escenarios, nunca me hubiera atrevido a tutearlo, por lo que me dirigí a él, antes, durante y después de la conversación para TVE, con un respetuoso “señor Serrat”.
Es cierto que tampoco hay una regla concreta para tutear o no. Otra cosa es que el entrevistado te pida que lo hagas. En mi caso, hace unos días entrevisté a dos novelistas de relieve: un hombre y una mujer. A Manuel Vilas, premiado con el Nadal en 2023, opté por tutearlo. Somos de la misma añada, los prolegómenos de la entrevista en un hotel fueron propicios y creo que hasta resultó agradable para ambos optar por esa opción. Un par de días después entrevisté a la también periodista Nativel Preciado. Aunque cuando la recibí en la emisora la tuteé al saludarla como colegas que somos, opté por llamarla de usted, sin un motivo concreto, una vez que se encendió la luz roja en el estudio de Radio Nacional, quizá porque en el cuestionario que había preparado con antelación así lo tenía previsto.
Sin embargo, observo que muchos de los jóvenes profesionales que se van incorporando a los medios, como aquella periodista que se dirigió en 2015 al Rey en Lille, suelen tutear de entrada a cuantos se someten a sus preguntas. Las últimas veces ocurrió con un consejero del Ejecutivo murciano, en un improvisado ‘canutazo’, y con un alto cargo policial, en otro. Confieso que esas preguntas, hechas con esa especie de compadreo, suenan como un cañonazo en los oídos. Incluso, pienso, a ellos, a los entrevistados, hasta les resultará raro y extraño.
La verdad, no sé si estas cosas se las explican a los estudiantes en las facultades de Periodismo. De no ser así, creo que sus profesores y profesoras deberían hacerlo. Porque ya no es solo una cuestión de mera educación. Es una cuestión de formas, tan fundamentales en el oficio como en el resto de disciplinas de la vida. Esas que, una vez que se pierden, ya no suelen volver. Aunque también puedan ser, en un caso y en el otro, cosas propias de la edad. De la de ellos y de la mía, por supuesto.