Llueve y las gotas apuñalan mi conciencia extraviada en el reflejo fragmentado que me devuelve insolente el cristal roto de la ventana. El agua de la lluvia arrastrada por el viento se cuela en la estancia empapándome por completo, mezclándose con la sangre goteante de mi puño, diluyéndola en un charco de brillante amanecer en el más oscuro de los crepúsculos. El que precede a la locura.
La primera vez que volví a verte también llovía. Sonaba Saint Saëns en el gramófono y yo disfrutaba del violín macabro con una copa de Borgoña en la mano, al amparo de la cálida penumbra que me proporcionaba la chimenea encendida cuando apareciste de repente frente a mí. Fue sólo un segundo, apenas un suspiro, un sutil parpadeo, pero cada detalle de tu figura se grabó nítidamente en mi cerebro.
Llevabas ese vestido de novia que nunca llegaste a ponerte, sucio y calcinado, con el velo roto y desordenado echado sobre el rostro, apenas visibles tus labios rojos crispados en media terrorífica sonrisa de carmín corrido. Churretones de lágrimas de rímel negro manchaban tu pálida mandíbula. Marcas amoratadas decoraban tu cuello como una gargantilla de pesadilla y brazaletes del mismo tono la conjuntaban en tus brazos.
El viento abrió repentinamente la ventana, te desvaneciste, llenándose el aire de agua y centelleantes cristales abatidos por la tormenta. Nunca olvidaré mi alarido ni la copa de vino estrellándose contra el suelo y rompiéndose en mil pedazos. Siempre la recuerdo como “La noche de los cristales rotos”.
Hubiera sido la peor de mi vida si no siguiera vivo para escribirte hoy.
Intenté convencerme de que había sido un sueño. La música, el vino, la relajante paz del cálido hogar… O una visión provocada por el caprichoso juego lumínico de las llamas en la ventana o del haz de una luna que no brillaba entre las gotas de lluvia.
Esa noche no dormí demasiado y, cuando conseguí conciliar el sueño, tuve pesadillas tan horribles que no me atrevo a relatar. Me levanté agotado y ojeroso, pero ya había olvidado el incidente, hasta que recibí una terrible noticia: Ethan, mi amigo de la infancia, mi compinche para todo, mi compañero de juergas, mi cómplice… había sido encontrado muerto en su cama con la garganta amoratada, los ojos inyectados en sangre y una mueca de terror en el rostro.
Entonces me volvió todo a la cabeza, yo me repetía continuamente “no puede ser, no puede tener nada que ver”… y en ese estado de negación viví los siguientes días mientras vigilaba temeroso los rincones más oscuros de la casa.
Pasó una semana y casi me había convencido de que tu aparición habían sido imaginaciones mías y la muerte de Ethan una desafortunada casualidad, cuando una noche, al acostarme, te vi, de pie junto al galán. Al principio pensé que era el brillo de la Luna, pero entonces te acercaste a la cama, apoyaste una mano en la pata del dosel y con la otra te levantaste el velo para que nunca, nunca, pudiera olvidar tu cara.
Joder, lo conseguiste, hija de puta.
Tus bellísimos rasgos se encontraban completamente demacrados por la muerte, te faltaba un ojo y en su lugar veía pequeños gusanos jugando a enredarte las pestañas; el otro… el otro continuaba siendo tan intensamente verde como las llamas del Infierno. Tu pelo colgaba en mechones desmadejados medio consumidos por el fuego y tu preciosa boca escarlata presentaba el más horrible rictus de odio que hubiera visto en la vida. No hablaste, no diste un solo paso más hacia mí. Únicamente me dedicaste una media sonrisa que me heló la sangre en las venas y desapareciste. Estuve mudo hasta ese momento, pero cuando dejé de verte fue como si todos los interruptores del pánico de mi cerebro se encendieran a la vez. Empecé a gritar, salí corriendo en pijama olvidando mi cordura y mi dignidad entre las sábanas y me dirigí a la calle pidiendo ayuda. Todo el vecindario se despertó y llegó la policía mientras yo, completamente enajenado, le suplicaba perdón a la Luna.
No puedo contarte más de esa noche porque no recuerdo mucho. Sólo sé que alguien debió llamar al médico, debieron sedarme y meterme en la cama (probablemente pensaron que había sido una pesadilla que se me había ido de las manos), porque, cuando me levanté por la mañana, había una enfermera sentada en una silla junto a mi lecho.
Desde ese día, no han pasado veinticuatro horas sin que te vea. A veces, durante una fracción de segundo, tu cara aparece junto a la mía en el espejo mientras me afeito; otras, como esta noche, en el cristal de la ventana; quizás la más aterradora fue cuando todas las bolas del árbol de Navidad me devolvieron tu reflejo en vez del mío. Nunca dices nada, sólo me miras…
Pero tus apariciones no se limitaron al hogar. Si salía a comprar, tu figura la reflejaban todos los escaparates de la ciudad, en la cola del banco, en la cafetería, ¡¡en mi trabajo!! Ese trabajo, en el que muy amablemente, me sugirieron que me tomara unas vacaciones…
Me has dejado sin nada, Isabella. No tengo trabajo, mi mejor amigo ha muerto y el resto se ha alejado de mí. Me estoy volviendo loco y no queda mucho para que alguien envíe a los de las batas blancas a por mí y acabe mis días en una celda acolchada… ¿Qué más quieres? Lo siento… siento haberte matado, siento no haber evitado que Ethan te violara. Siento haberle puesto por delante de ti, mi prometida, y haber permitido que te estrangulara. Siento haberle prendido fuego a tu cama para encubrir el homicidio sin haberte sacado de ese infierno cuando recobraste el conocimiento y empezaste a gritar. Joder, lo siento…
No sé cuántas veces te he repetido esto en el último año con la esperanza de que me dejaras en paz, de que desaparecieras por fin de mi vida. Quizás esperabas que me suicidara, pero soy demasiado cobarde hasta para eso. Nunca me has contestado, no dices nada… Simplemente me miras… cada vez más de cerca…
Ahora te veo apoyada en el escritorio, tan cerca que tu aliento seca la tinta de la hoja, soportando tus manos el peso de tu cuerpo echado hacia delante, observándome sin parpadear, expectante, esperando quizás a que termine de escribir estas suplicantes líneas, que no sé por qué te dedico desde el último bastión que le queda en pie a mi cordura, para abalanzarte por fin sobre mí.
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