Revista Cultura y Ocio

El último bastión – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Le sorprendió que, ante la situación existente, pudiera haber todavía un lugar con todos aquellos lujos. Era el último bastión que quedaba. La sala en la que entró custodiada por los dos guardianes, era de un tamaño que no habría sido capaz de imaginar. Sus paredes parecían de mármol pulido, en tonos grises y de marrón pálido. Enormes ventanales dejaban entrar ráfagas de luz que chocaban contra el preciso suelo blanco, confiriendo a todo un aspecto de realeza y, a la vez de sabiduría. Se preguntaba por qué, después de tantos años de guerra, después de generaciones muertas y de un planeta totalmente arruinado, se conservaba aquello. Salió de sus pensamientos por el tintineo de una cucharilla repicando una taza de café. Al fondo, sentado en una alta silla frente a una mesa larga y brillante, había un hombre de edad avanzada, no un anciano todavía, de cabello grisáceo, sentado con las piernas cruzadas. En la mesa, a parte de las tazas de café, pudo distinguir, a medida que se acercaba con pasos prudentes, un surtido de galletas y de repostería. Ni ella ni el hombre dijeron nada hasta que se tuvieron a un par de metros.

Soy la representante diplo…

Vaya –interrumpió el hombre–. Esta vez han enviado a toda una princesa.

No soy ninguna princesa.

Claro que sí. Oficialmente no, ya lo sé, la última de las monarquías se suprimió hace más de dos décadas. Pero sin duda eres hija o nieta de ella. Créeme, es un alivio, he tenido que lidiar con estúpidos soldados, con campesinos analfabetos, niños insolentes e incluso con alguien que ni siquiera sabía qué estaba haciendo aquí.

El hombre se levantó. Se le veía ágil y en forma. Paseó un momento alrededor de la larga mesa brillante y se plantó delante de ella.

Estáis en lo cierto –respondió la chica–. Soy sobrina del último rey de nuestras tierras. Mi padre era el herm….

Se nota, se nota, se nota. Ya me lo dije antes incluso de verte, por como pisas el suelo, por tu caminar: “viene alguien de alta cuna”, me dije. Durante los últimos quince años he sido yo el enviado a las negociaciones de paz y en cambio, vosotros, cada vez, mandáis a alguien diferente. Eso cuando mandáis a alguien, claro.

Siempre hemos mandado a alguien.

No, lo siento, eso es mentira. Yo, en la fecha acordada cada año, me siento aquí y no me muevo, salvo necesidades, durante las veinticuatro horas estipuladas en el Tratado. Durante quince años, como te he dicho. Hace dos años no vino nadie y hace, no sé, seis quizá, tampoco.

Siempre hemos enviado… –empezó ella a repetir, pero fue interrumpida.

Créeme: no.

El hombre volvió a caminar alrededor de la mesa y se sentó en su silla. Con un gesto, le ofreció sentarse en la otra única silla que había. La chica, sobrina del último rey de la mitad del mundo, observó los cuadros colgados en los muros, entre ventanales. Había imágenes de paisajes y retratos de hombres y mujeres que no reconocía. Ninguna de aquellas cosas existía ya. Tantos años de guerra habían acabado con todo. Se sentó frente al hombre que, con educación, le sirvió una taza de café todavía humeante.

He sido designada para negociar la paz entre los dos…

¿Cuántos años hace que dura esta guerra? –volvió a interrumpir el hombre.

Nadie lo sabe –respondió la chica, cada vez más nerviosa por esos cortes.

¿Y por qué empezó?

Supongo que en algún libro de historia…

Ya no quedan bibliotecas. Todos los libros se han quemado igual que los árboles de los que sacábamos el papel. Lo único que podemos es deducir, más o menos, cuando ambos bandos empezaron a hartarse o cuando, ambos bandos, vieron que no había fin. Allí –dijo señalando un pequeño altar en el que ella no había reparado, situado entre las dos columnas que flanqueaban el ventanal del fondo de la sala.

La chica volvió a levantarse. Su ropa era la más elegante que tenía y, a pesar de ella, se la veía ajada. Caminó con lentitud hasta el altar y, sin darse cuenta, lo hizo fijándose en si realmente andaba como alguien de alta cuna. No era un andar tosco de soldado ni uno desgarbado de granjero. No llevaba armas ya que los guardias del templo le pidieron que las dejara en la entrada.

Supuso, mientras distinguía en el altar un libro de visitas abierto con una pluma y un tintero al lado, que de alguna forma heredó el paso elegante de quien, en algún momento, consideró que la elegancia todavía importaba. La disposición de la hoja que vio en el libro era sencilla. El nombre de cada bando en la parte alta, separados por una raya vertical, y firmas en cada lado, separadas por rayas horizontales. Pasó las páginas hacia atrás, con cuidado, pues crujían suavemente al moverlas, como si fueran a desvanecerse. Había cientos de hojas rellenas a rebosar de nombres y más nombres. Solo había reconocido algunos de la última página abierta. Era el libro de visitas a la sala de negociaciones, todos los hombres y mujeres que a lo largo de quien sabe cuántos años habían acudido allí, siempre a la misma fecha, para intentar parar la guerra. Volvió a la página que encontró al llegar, había un nombre en el bando contrario y adivinó que ella debía de poner el suyo. Mojó la pluma en la tinta negra y firmó. Luego miró por el ventanal y solamente vio campos muertos y bosques devastados. La vista era impresionantemente tétrica y una ola de tristeza se mezcló con el vértigo de ver todo aquello destruido.

Si alguien como yo –se puso a explicar el hombre, que no se había movido de su sitio–, que lleva viniendo quince años, tuviera el tiempo de hacer un cálculo, diría que en este libro hay unas 40 firmas por hoja, esto es, 20 reuniones. O sea, veinte años. El libro tiene aproximadamente 600 páginas firmadas casi al completo, de manera que así, grosso modo, calcularía ese alguien que llevamos mil años. Mil doscientas reuniones. Pero seguramente la guerra empezó bastantes años antes.

No puede ser –dijo ella todavía desde la ventana–. Una guerra de más de mil años es imposible, no quedaría nada.

Podríamos suponer que algunas veces las reuniones se hicieron más a menudo, cuando se creyó estar rozando el tratado de paz… Y podríamos restar las veces que uno de los dos bandos no se ha presentado, creo que hay un empate en eso. Pero igualmente, no bajaría de… ¿cuántos? ¿700 u 800 años de lucha?

Hagamos historia –soltó ella de repente, con un tono entre entusiasta y desesperado.

La chica se sentó frente al hombre intentando transmitir la fuerza en su mirada que muchos decían que tenía. Esa que le había hecho ganarse el respeto entre sus tropas, las que comandaba y las que comandaría si seguía triunfando con su liderazgo.

Lleguemos a un acuerdo, firmemos un tratado de paz y acabemos con esta agonía.

Esa es la intención –asintió él con una sonrisa, entre sorbos de café–. Sin embargo, como he dicho un par de veces ya, me he sentado aquí en quince ocasiones. En cada una de ellas, las personas que decidieron que viniera yo, me han dado libertad total, siempre y cuando fuera razonable el acuerdo.

¿Y qué ha pasado? Las instrucciones que yo tengo son las mismas, si ambos estamos dispuestos a ceder…

Claro, claro que sí, claro que sí. Y créeme si te aseguro que en alguna ocasión llegué a pensar que esta vez sí, que lo conseguiríamos y saldríamos de esta única construcción respetada por todos, del último bastión de la humanidad, con un tratado de paz y todo acabaría. Pero siempre hay algo que falla.

No lo entiendo. Estoy segura de que los que vinieron aquí antes que yo también querían la paz, los está acusando de no intentarlo hasta el…

Para, para. No he acusado a nadie. Pero ambos sabemos que nos envían, en parte, por formalidad, para que no se diga que no lo han intentado. A veces habéis fallado vosotros, otras nosotros.

Pues debe de ser usted quien no quiere la paz –dijo ella levantándose de nuevo, airada, y añadió–, quince reuniones y ningún éxito es más que sospechoso.

Mis quince y unas mil ciento ochenta y cinco antes. Grosso modo –repitió.

Pues rompamos esta especie de maldición, hagamos un tratado.

El hombre carraspeó y seguidamente se levantó. Pidió a la chica que le siguiera, ella lo hizo, y caminaron por la inmensa sala hasta una pared donde, ella tampoco había reparado en ello, había un picaporte. El hombre abrió una puerta y entraron en una sala más pequeña, llena de estanterías repletas de carpetas, folios, plumas y tinteros. La sobrina del último rey de su territorio avanzó vacilante entre los estanterías y, al azar, tomo una carpeta llena de polvo. Había dos firmas en la tapa y un título: “Acuerdos del Tratado de Paz entre las tierras de…”. No tenía fecha.

¿Por qué no hay fechas? Ni aquí ni en el libro de visitas.

Nadie sabe en qué año estamos. Cierto que en los papeles que seguramente son los más antiguos hay números. Pero creo que indican códigos que no he podido descifrar.

El hombre sonrió, se alzó sobre el estante más bajo y alargando el brazo llegó al más alto, de donde bajó una carpeta aún más vieja que la que ella tenía.

¿Qué tiene ésta de especial? –quiso saber la princesa.

Un hombre y una mujer que no negociaron, se enamoraron aquí, hicieron el amor sobre la mesa de negociaciones pero sin ningún acuerdo. Debe haber habido de todo, supongo.

La chica leyó, dos letras distintas, una claramente femenina, y encontró una historia de pasión en la que acababan diciendo que cualquier pacto era imposible. El hombre explicó, mientras ella ojeaba documentos, que como siempre era puntual y algunas veces se había encontrado solo, tuvo tiempo de leer. Contó que allí había pactos de lo más inverosímil, cesiones increíbles, mentiras, verdades, inventos imposibles. Había carpetas de negociaciones con más de cien o ciento cincuenta folios y otras con apenas una o dos líneas. Pero en ninguno, en ninguno, había una firma final de acuerdo.

Volvieron a la gran sala con las manos vacías, el hombre se sirvió la enésima taza de café vaciando la cafetera y ella tomó una de las pastas de repostería. En otro intento de entusiasmo, la mujer se levantó de nuevo rompiendo el breve silencio, entró en la habitación contigua y regresó con un pliegue de folios, una pluma y un tintero por estrenar.

Hagamos historia –repitió.

Admiro tu voluntad, en serio lo digo, princesa. Y no negaré que yo tengo también un ansia dentro de mí que me hace pensar que sí, que hagamos historia y terminemos con todo esto. Sin embargo… –dejó flotando esta expresión mientras sorbía café.

¿Sin embargo qué? ¿Entre 800 y 1200 años de guerra que lo han destruido todo menos a unos cuantos soldados y a este bastión y hay un “sin embargo”?

Vamos a analizar la situación. Te repito, princesa, que yo también quiero la paz. Han muerto casi todos mis familiares y no hablemos ya de cuantos amigos he perdido. Pero analicemos la situación.

Ella se tiró para atrás en la silla. Su entusiasmo convertido en escepticismo al ver la actitud de su igual. Dejó la pluma sobre el papel en blanco, aunque amarillento y le invitó con un gesto a que siguiera hablando, cosa que hizo.

Veamos –empezó el hombre–, en los territorios de los que soy y que represento y, tengo entendido por nuestros espías que en los tuyos pasa lo mismo, la economía se dedica única y exclusivamente a la guerra. Los campesinos cultivan la tierra fértil que queda para alimentar al ejército; todo el textil es para abrigar al ejército; la metalurgia es para hacer armas y balas; la ciencia se dedica a buscar alternativas al petróleo y nuevas energías para que sigan volando los aviones y circulando los tanques; la medicina busca cómo curar más rápido a los soldados. Podría continuar con cada una de las pocas ramas de la economía que nos quedan. ¿Qué pasaría si mañana terminara la guerra?

¿Que “qué pasaría”? –respondió ella con un tono de burla e incredulidad–. Pasaría que de repente la gente podría dedicarse a vivir en vez de dedicarse a morir. Pasaría que no entrenaríamos a los niños para ser soldados sino para ser niños, que con el tiempo volverían a florecer los prados y a revivir los bosques, pasaría que…

De la poca gente que queda –interrumpió él– en nuestra tierra, en mi mitad del mundo, casi el 70% son soldados. Hombres y mujeres que nacieron y crecieron para la guerra. De hecho toda la población nació en la guerra, y sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos y así un montón de generaciones. El otro 30%, el que no va a la batalla, vive exclusivamente para la guerra.

Pues dejaríamos de hacerlo, no veo el problema –cortó la chica, levantándose de nuevo.

Hace tanto tiempo que todos vivimos para ella que ya no sabemos ser de otra forma. No queda historia que nos diga cómo vivir sin luchar. He tenido tiempo de leer casi todos los papeles que te he enseñado antes y, ¿sabes?, todos querían la paz. Pero nadie sabe lo que es la paz.

Es la ausencia de guerra.

De acuerdo, defíneme paz de otra forma.

No entiendo…

No sabes hacerlo, ¿verdad? Seguro que hay otra forma de explicar qué es.

La chica titubeó. Intentó imaginar un mundo sin guerra pero no le venían imágenes a la cabeza.

Para que sepamos lo que es la paz tendríamos que conocerla. ¡Pero no la conocemos! No sabemos lo que es. No podemos decirle a nadie que explique qué es un lobo si nunca ha oído hablar de ellos. Dile al pueblo que vivirá en paz y que entonces te pregunten: “¿y eso qué es?”, y tú les dirás: “vivir sin guerra” y ellos preguntarán: “¿y eso cómo se hace?” y tú no responderás nada porque no lo sabes. Nadie lo sabe. Puedes enseñar a un lobo a dejar de cazar, pero nunca dejará de ser un lobo.

Hubo una pausa. El tintineo insistente de la cucharilla removiendo el café parecía inadecuado. La chica miró por la ventana y vio los campos arrasados, los bosques destruidos, las montañas peladas, las ruinas quemadas. Las palabras del hombre resonaban y estuvo a punto de darle la razón, desde la torre de este último bastión, pero en lugar de eso sonrió y miró a su interlocutor.

– Y sin embargo, sabemos que hubo lobos. Sabemos que hubo algo.

Volvió a sentarse, tomó de nuevo la pluma y la mojó en tinta. El hombre la miraba y en él había también una sonrisa sincera: después de quince años, empezó a creer que era posible.

Hagamos historia –dijo él, y apartó el café y las pastas para que no les estorbaran.

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