Acudí a García Márquez cientos de veces, amé en profundidad a Cortázar, en ocasiones me refugié en Onetti y no me defraudó. Me dejé seducir por Auster más de una vez y rechacé a Vargas Llosa, igual que a Marechal. Amé, pese a todo y sin condiciones, a Ernesto Sábato. En innumerables oportunidades abracé a García Lorca, rocé a Neruda y a otros poetas pero quienes lograron finalmente cautivarme fueron Salinas y Gil de Biedma. En el medio quedaron, entre otros, Miguel Delibes, Borges, Philip Roth, Semprún y Kenzaburo Ôe. Más adelante me adentré en Forn y Fresán hasta llegar a Haruki Murakami y mi adorado Baricco. Fue ahí cuando me detuve sin saber el motivo o la circunstancia. Tampoco me he esforzado por averiguarlo.
- ¿Por qué ya no escribes? Me preguntó un amigo hace unos días y recordó algunos de mis cuentos y mi atrevimiento, por suerte breve, con la poesía.
- No escribo porque ya casi no leo, contesté automáticamente, como la mejor forma de demostrarle que los libros son la principal fuente de inspiración. Fue en ese preciso instante cuando llegó a mis manos El último encuentro, una novela deliciosa de Sándor Márai sobre la amistad y la esencia humana que logró lo que estaba esperando hace años; volver a refugiarme en las páginas en blanco pero, por sobre todas las cosas, reconciliarme con la literatura, no como entretenimiento sino como una buena forma de sobrevivir.
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