"Ironías de la vida rockera"
Era la costumbre. Tocábamos jueves, viernes y sábado, en distintos clubes o bares. Nuestro público estaba formado por furiosos adolescentes que peregrinaban detrás de nosotros, convidándonos con cerveza, arrancándonos promesas de nuevas fiestas en todos los lugares que visitábamos. Al despedirnos el Moro tocaba unos acordes tristes y hacía el mismo chiste malo.
-Nos vemos la semana que viene, a menos que no venga ningún fan.
Cuatro días después, todos estaban. Así, casi una década, lisérgica y bellísima.
Tardamos mucho en notar que algunos de los flacos que lideraban el aguante empezaron a fallar. En poco tiempo las barras más grandes dejaron de estar. El Pelu hizo algo que nunca le perdonamos: fue a hablar con los tipos, los invitó a volver a las giras, les ofreció entradas gratis, se humilló. No hubo caso. Uno se había casado con una testigo de Jehová y estaba más loco que cuando fumaba todo el día. Otro terminó su carrera y tuvo que empezar a trabajar, pero no parecía lamentarse demasiado, o al menos lo disimulaba pavonéandose con los planos que diseñaba para edificios del microcentro. El último se había pegado un tiro al leer una intimación judicial que había llegado a su puerta por error.
La situación se hacía desesperada, pero creímos encontrar la solución. Era cuestión de modernizarse. Seguíamos apuntando a un público que ya había dejado hace lustros la juventud, en vez de cantarle a los actuales rebeldes. Sacamos un nuevo disco prácticamente plagiado de las banditas del momento (lo confieso con pena) y repartimos entradas gratis en los centros de estudiantes de los colegios. Hasta intentamos aprendernos el argot más novísimo, con éxito relativo. Al principio pareció funcionar, no juntábamos ni la mitad de público que antes, pero nuestras expectativas también habían bajado muchísimo. Pronto nos dimos cuenta de que los chicos que nos pedían autógrafos y nos decían que ya éramos parte de la historia nunca más volvían. Es decir, nuestro nuevo público venía sólo para decirnos adiós, para acompañar nuestra ida. Comenzamos a tocar en lugares cada vez más chicos, y al final terminamos regresando al garage en el habíamos debutado cuando apenas pasábamos los veinte años. Ironías de la vida rockera.
Josema estaba demacrado, apocalíptico y canoso. No era para menos: el último recital que nos organizó, muy promocionado en la radio, apenas juntó cinco personas. Propuso con sarcasmo y dulzura hacer caso a la máxima del Moro y retirarnos en el próximo concierto, en el que -nos pronosticó- todos los fans faltarían. No volvimos a ver a nuestro manager. Ni siquiera nos llamó para reclamarnos la plata que nos había prestado, que era bastante. Imagino que fue su regalo de despedida.
Pero no pasó. Un gordito de nuestra edad que siempre estaba en nuestras presentaciones, aunque nunca tuvo valor para acercarse, nos esperaba sentado en el suelo, peinándose la cresta. Tenía la cara alucinada y a todos nos dio un poquito de miedo.
-Toquen- nos pidió, con voz firme.
Tocamos. Cuando llegamos al último tema, el gordito se levantó y se fue sin saludarnos.
La escena se repitió cada jueves, viernes y sábado, durante varios años más. Nunca le preguntamos su nombre, y con el tiempo aprendimos a ignorarlo y a tocar como si estuviéramos ante cientos de oyentes. En medio de esa locura, llegamos a sortear varias remeras de la banda, todas con un único ganador. Llegamos a depender de él, a temer que alguna noche se enfermara y no viniera, y tuviéramos que cumplir la promesa de disolvernos. Pero él, engripado, mojado o insomne, siguió cumpliendo con asistencia perfecta.
El sábado siguiente a que cayeran las torres gemelas nos emborrachamos antes de empezar a tocar. Nos reímos como locos, saltamos toda la noche como en los viejos tiempos. Yo rompí la batería y el Pelu terminó la última canción arrodillado, haciendo sonar la guitarra frente a nuestro fan. Su rostro, pétreo, nos aterrorizó incluso antes de que se pusiera de pie, nos mirara con lástima infinita y nos dijera, sentencioso:
-Ya estamos grandes.
La frase se nos clavó en el corazón como un hierro al rojo. Nuestro último fan cruzaba la puerta, se iba para siempre, llevándose nuestras vidas. Pero pese a lo que sufríamos, juro que lo que siguió no fue planificado. El Moro arrancó la Fender de su soporte, dio dos grandes pasos gritando como un condenado y se la partió al gordito en la cabeza. Lo miramos morirse entre espasmos, como si ocurriera en una película de televisión, mirando con un asco mudo la sangre que bajaba por la alcantarilla.
Cuando llegó la policía habíamos colocado unas sillas alrededor del cuerpo. Fumábamos sentados. El tiempo pasa, y tocar punk a los setenta cansa bastante las piernas.