A comienzos de 1922 llegó al solio pontificio el cardenal Achille Ratti, quien asumió como el papa Pío XI, convirtiéndose en el primer jefe de Estado de la Santa Sede y el último prisionero del Vaticano.
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Uno de los objetivos que se propuso desde el inicio de su pontificado fue resolver la Cuestión Romana, esa controversia que mantenía enfrentados al papado con el Estado italiano desde los días de la unificación de la península y concretamente desde 1870, cuando en la madrugada del 20 de septiembre entraron las tropas italianas a Roma.
El último prisionero del Vaticano
A un mes de la toma de la ciudad, se realizó en su territorio un plebiscito con un resultado a favor de la unión con Italia, con lo que se completaba la unidad nacional. Sin embargo, la forma como se incorporó no fue la mejor para mantener la concordia con el papado. El reino de Italia, en el entendido del papel histórico que comenzaba a jugar en el concierto de naciones y en sintonía con el mundo contemporáneo, no estaba lejos del movimiento de secularización que irradiaba en las sociedades europeas desde finales del siglo XVIII.
En ese contexto, el 13 de mayo de 1871, promulgó la Ley de garantías sin tomar en cuenta la opinión del papado. El resultado era de esperarse. La Iglesia católica no aceptaba el mundo contemporáneo. La referida ley definía las prerrogativas del pontífice, la Santa Sede y las relaciones Estado-Iglesia; la figura del pontífice fue declarada sagrada e inviolable y disfrutaría de los honores respectivos; se le asignó una dotación de 3.225.000 liras de renta anual; se le concedían los palacios de Letrán y el dominio de Castelgandolfo; además se le garantizaba la inmunidad y otros privilegios.
En respuesta, el 15 de mayo el papa Pío IX (1846-1878), a través de la encíclica Urbismo, se negó a aceptar la ley, rehusando recibir el subsidio del gobierno y fulminando excomuniones contra los mentores de la caída del poder temporal, al mismo tiempo que se declaraba “Prisionero del Vaticano”. Con él comenzaría la serie de pontífices prisioneros a voluntad propia en las fronteras vaticanas hasta que se restituyó el poder temporal en 1929. Todos sus sucesores se negaron a reconocer al Estado italiano, su gobierno y parlamento o a pisar la ciudad de Roma.
El segundo “prisionero del Vaticano” fue León XIII (1878-1903), quien, a pesar de su voluntad adaptativa y comprensiva de la época que se vivía, siguió más o menos la política de su antecesor acerca de la Cuestión Romana. Este papa conservaba la esperanza de restablecer, al menos en parte, los Estados Pontificios. Por eso, la política italiana ocupó un punto neurálgico en su actividad diplomática, no prosperando sus gestiones por la oposición de la Curia.
El tercer “prisionero del Vaticano”, vino a ser Pío X (1903-1914), quien en 1903, al ser elegido, quiso impartir al mundo la bendición Urbi et Orbi desde el balcón de la basílica de San Pedro, pero el cardenal camarlengo no se lo permitió, por desaprobar su condición de prisionero. Durante su pontificado la tensión con el reino de Italia tendió a disminuir notablemente por el acercamiento que tuvo a la burguesía y al Estado contra la inminente revolución socialista.
El cuarto “prisionero” fue Benedicto XV (1914-1922), quien al asumir el solio pontificio lo primero que hizo fue protestar por la Cuestión Romana en una encíclica de noviembre de 1914, insistiendo en el restablecimiento de los Estados Pontificios. Con esas intenciones, el 10 de noviembre de 1919 anuló oficialmente el Non Expedit y dio su visto bueno a la participación de los católicos en la vida política. Además, reconoció a los jefes de Estado el derecho de hacer visitas al rey de Italia y autorizó las relaciones entre el cuerpo diplomático negro y el blanco. Durante la Primera Guerra Mundial se tuvo la esperanza de una solución, e incluso se llegó a un acuerdo con el primer ministro italiano Emanuele Orlando, que el rey Víctor Manuel III no avaló y culminó en una campaña de prensa que frustró todos los avances alcanzados hasta entonces.
El quinto prisionero fue Pío XI, tras cuya llegada al solio pontificio planteó nuevamente la necesidad de resolver la controversia. Sus primeros acercamientos hacia el poder político italiano estuvieron en la invitación a cooperar que le hizo al patriciado y a la nobleza romana, con motivo de una audiencia concedida a dichas dignidades el 25 de abril de 1922. Luego se registró la visita que le dispensó en mayo el arzobispo de Génova al premier italiano Luigi Facta. Finalmente, con el fascismo en el poder, dichas relaciones se hicieron más estables. En ese sentido, en 1923, el cardenal Gasparri se entrevistó en secreto con Benito Mussolini, en cuya ocasión se discutió la idea de acabar con el conflicto a través de un tratado por medio del cual al papado se le daría extraterritorialidad y soberanía. Pero es realmente en 1926, una vez liquidada la oposición política católica y neutralizados todos los opositores fascistas, cuando realmente comienzan en firme las negociaciones destinadas a poner fin a la “prisión” del papa.
Finalmente, el 11 de febrero de 1929, firmaron el Tratado de Letrán, un pacto que incluyó el tratado de conciliación, la convención financiera y el concordato. En el plano legal, el papado pasó a ser un Estado más, pero uno muy atípico, porque su condición de sede pontificia le reviste la condición exclusiva de persona jurídica de carácter internacional: soberanía que pasa los límites propios de la ciudad vaticana.
Era el retorno del papado a sus posesiones terrenales en términos contemporáneos; es decir, el poder temporal antiguamente representado por los Estados Pontificios reapareció ahora como Ciudad Estado. Eso lo logró el último prisionero vaticano, gracias al Duce, al que consideraba un enviado de la divinidad.
Autor: Jesús Eloy Gutiérrez para revistadehistoria.es
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Bibliografía:
Gutiérrez J.E. (2019). La Iglesia católica y el fascismo. Amazon.
Hearder, Harry y D. P. Waley (1966). Breve historia de Italia. Madrid, Espasa-Calpe.
Marc-Bonnet, Henry (1954). El papado contemporáneo 1878-1945. México, Editorial Alameda.
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