Jessica Dos Santos.
Por: Jessica Dos Santos Jardim
Nos venden la bala junto con la flor (…)
venden la explosión y después las cenizas,
se vende la risa en la discoteca, venden la tristeza en el funeral.
Gino González
Mi vieja insiste en decirme que yo “tengo 27 años y aún no sé hacer mercado”. Ella no entiende mi “rara” tendencia a escoger siempre las verduras, vegetales y frutas más chiquitas, menos brillantes, con las conchas más finas, “muy verdes”, “pasadas”, etc. No importa que yo le demuestre de manera fehaciente que saben más rico, que sus semillas siempre se me dan o que a veces resultan más baratas, porque en su imaginario (colectivo) estos rubros deben parecerse a las publicidades del Central Madeirense, aunque estos no sean más que plástico y un par de trucos de iluminación.
Pero, además, cuando la vieja hurga en mi cocina, suele agregar “pobrecito del hombre que se ‘case’ contigo” en referencia a lo que constituye mi mercado, pues este sistema también demarcó qué debemos y qué no comer.
Por estos días escuché a un carajo decir en el abasto “y pensar que antes usábamos las caraotas para jugar bingo”, como si esto fuera un medidor de la calidad de la época, cuando el trasfondo es que muchos venezolanos despreciaban las caraotas por considerarlas “comida para pobres”, lo mismo que ocurría con la sardina, la mortadela, y muchos otros rubros que ahora “se anhelan”. Algo similar a lo que pasó con la papa en Inglaterra y la Europa continental.
Fíjense, hace algunas noches, la señora Milagros, mi vecina de arriba, me trajo un montón de vegetales salteados y varios potecitos con una especie de pasta de tomate casera que combinaba con todo y me rindió para toda la semana. Entre mi hambre y el olor que expedían los potecitos, no hubo chance para detenerse en la conversa. Sin embargo, a los días, empecé a preguntarme: “¿De dónde habrá sacado esta doña todo esto?”. Pues bien: la señora Milagros les pide a los gochos (Fuerzas Armadas, Quebrada Honda, San Bernardino, Panteón, etc.) que le regalen los tomates, cebollas, pimentones, ají, etc., que botan a la basura por estar “magullados” o tener un “pedacito podrido”. Si a usted la sola idea le da asco, pues sepa que algunos de estos vendedores se niegan a regalarle las “sobras” a la señora Milagros, porque las pizzerías que a usted le encantan (de las más “reconocidas”), se las compran a precio de gallina flaca para ensartarnos la pizzita familiar, que no llena ni al más pequeño de la casa, en 10 mil bolos.
Sin embargo, nosotros seguimos atados a lo impuesto. Por ejemplo, existe una nueva moda, que parece sumamente pendeja, pero me genera mucho “ruido visual”: Labial excel, 24 horas de duración, 500 bolos. La pintura es comercializada a las afueras de casi todas las estaciones del metro, a lo largo y ancho del bulevar de Sabana Grande, y ahí está: en la bemba de un buen porcentaje de mujeres venezolanas. ¿Por qué? ¿Ninguna de ellas se ha preguntado qué cantidad de químicos ha de contener un producto que se adhiere todo un día (y más) a la piel pase lo que pase (beba líquidos, se cepille, bese, se restriegue un trapo)?
En medio de mis dudas me acerqué a un par de vendedores para intentar leer las cajas: ingredientes, país de origen, precio al mayor, más no encontré absolutamente nada. Sentí la misma suspicacia que cuando reinaba la venta ambulante de “mentos” a cien bolívares pese a que en las “farmacias” y quioscos el costo se triplicaba.
A los días, le pregunté a una amiga: “Marica, explícame, ¿cuál es la ciencia de llevar la jeta así?”. Ella, que sabía muy bien por dónde irían mis tiros, me lanzó un: “Ay Jessica no vayas a empezar, desde antes de Cristo existe el maquillaje, Grecia, Mesopotamia, Egipto, Roma, es más vale los pueblos indígenas”. A esas alturas no tenía sentido que yo le señalase las diferencias existentes ni que le hablase del sinfín de modas posguerra potenciadas por la industria cinematográfica.
De repente pensé que fue así como Henri Nestlé mezcló harina y leche de vaca deshidratada y logró que las obreras alemanas abandonaran la lactancia para ser explotadas en las fábricas; o como el padre de las relaciones públicas y sobrino de Freud, Edward Bernays, se aprovechó del movimiento de liberación femenino para poner a las mujeres a fumar bajo el eslogan “enciende otra antorcha de la libertad”; o como las revistas con sus modelos pin-up nos impusieron la depilación de axilas y piernas hasta que la industria pornográfica terminó de deforestar; o como las empresas (justo la tan sonada por estos días Kimberly-Clark) nos impuso usar toallas sanitarias hechas con el celucotton que sobraba, pues al finalizar la guerra mundial ya sus clientes (el ejército y la Cruz Roja) no lo necesitaban más.
Pero, quizás no serviría de nada que yo le dijese todo eso; primero, porque mi problema no es la pintura, sino la estandarización humana a la que nos conduce el sistema; segundo, porque yo no me escapo de este tipo de trampas ni creo en la personalización de los debates; y tercero, porque ella (como muchas buenas amigas) ya sabe muy bien todo esto, pero no le importa, porque hay cosas que “le gustan y ya”. ¿Cuáles? ¿Por qué? ¿Dónde está el origen de nuestras creencias y preferencias a la hora de comprar? ¿Cuándo entenderemos que consumir no se limita solo a un acto económico dirigido a satisfacer las necesidades y deseos (reales o impuestos) a través de la adquisición de productos, sino a la creación de identidades (estereotipos), formas de pertenencia, estatus social?
¿Realmente a las mujeres les encanta cargar una tira de tela entre las nalgas todo el día, les fascina el calor que les funde la cabeza y las orejas cada vez que se someten a un secador de cabello, el jalón de la cera sobre la piel, la sensación de cansancio que dejan los tacones, las uñas de no sé cuántos centímetros que imposibilitan casi cualquier accionar? El sistema nos hizo creer que sí, y tornó esta afirmación en algo incuestionable, o en el mejor de los casos también nos vendió que “para ser bellas hay que ver estrellas”.
La figura de la mujer “sexy y bonita” se convirtió, desde mediados del siglo XX, en un “cliché visual”, que no se desgastó jamás. Los expertos de la época sostenían que las imágenes de mujeres siempre serían las más efectivas para atraer la atención tanto de mujeres –que establecían una relación empática con un personaje con el que podían o querían identificarse– como de los hombres, para quienes las imágenes eran un “anzuelo”.
Las pocas veces que no les ha funcionado la imagen de “chica sexy” pues apelan a la temática con la que inicié este artículo: publicidades de productos alimenticios asociados siempre a la responsabilidad que posee la mujer en la alimentación y a la forma de mostrar amor por la familia a través de ella.
Nada de esto es casual. El sector femenino compra el 85% de todo lo que se vende en el mundo, además de influir en la compra de otro 10% adicional. Por eso, somos las mujeres las principales víctimas de la desestabilización económica que vive Venezuela, pero también reposan en nuestras manos un sinfín de posibles iniciativas.
Esta semana salí a comprar cambur, frente a mi casa estaba en 950 bolívares el kilo, un poquito más abajo en 1.300. Justo unos días después de leer que en nuestro país la producción de cambur ronda las 430 mil 763 toneladas y el 94% es para consumo interno. En medio de mi arrechera lancé un simple mensaje a través de la red social twiter: “Hay productos que se pudren tan rápido que con tan sóolo dejarlos de comprar unos días lograríamos que les bajen el precio, por ejemplo el cambur”, por el cual algunas personas me siguen insultando. Entre la abundancia de groserías y la escasez de argumentos, resaltaron un par de “preguntas”: “¿y sus ganancias?”, “¿no sería mejor atender la situación de los campos venezolanos?”. Bien: los campesinos venden el kilo a 250 bolívares… y le ganan. Súmenle toda la gasolina-transporte-ganancia que usted quiera: la cuenta no da.
Yo no sé si eso se llama “boicot”, tampoco puedo medir si realmente le ha funcionado a Palestina, a los europeos, a la Argentina y sus jornadas de “súper vacíos”. Yo solo apelo al sentido común y a las alternativas de un bolsillo asalariado.
Mi tan querido como odiado José Ignacio Cabrujas reflexionaba que el sistema nos vendió como sinónimo de democracia y bienestar el poder elegir con qué veneno envenenarnos o el hecho de que “existan las marcas de cigarrillos Viceroy y Marlboro, como parámetros de la libertad humana, del supremo derecho a seleccionar entre varias opciones”. Si esto es así y aún no podemos cambiarlo, al menos tomemos la mejor decisión y mandemos a la mierda tanto a Viceroy como a Marlboro.