Revista América Latina
Por: Jessica Dos Santos Jardim
Corría el mes de agosto del año 2015, cuando yo por primera vez escuché (es decir, me detuve con atención) hablar de Rafael Lacava, quien para entonces era alcalde de Puerto Cabello.
Por aquellos días, a Lacava le había dado por citar a los bachaqueros por teléfono para “comprarles la mercancía”, pero cuando los carajos llegaban al sitio acordado, resulta que los estaba esperando la policía. Luego, los detenidos aparecían limpiando las calles con unas bragas anaranjadas que los identificaban como “infractores”.
La medida fue considerada “una humillación” por parte de algunos diputados chavistas y criticada por el entonces Defensor del pueblo, Tarek William Saab. En efecto, lo era, tan vejatoria, violatoria de los derechos humanos, y al margen de la ley, como los sobreprecios que los carajos nos enyucaban día tras día.
Pero en dado caso, mi curiosidad no se enfocaba en los accionares de Lacava, sino en el 2+2 son 4 que se usaba antes de actuar. Es decir, yo, una y mil veces, al observador como la gente revendía, a precios abismales, por internet, relajados: canaimas, productos haier, comida subsidiada, medicamentos gratuitos, apartamentos de la misión vivienda, y pare usted de contar, me preguntaba: ¿Qué le cuesta a algún funcionario llamar y actuar? Accionar ante un caso quizás sirva para mitigar los otros, ¿no?
Sin embargo, mi cerebro no pensaba en esa gente presa por el resto de sus vidas o barriendo calles, sino en el más allá: Esos bachaqueros son el último eslabón de la cadena, los pelabolas, los cara e crimen, los que más se ven, pero los que menos daño hacen (lo cual no los exime de culpas, ojo): ¿Quién le pone la cascabel al gato? ¿por qué no aprovecharlos para que nos indiquen el camino? Si el Coco Sosa delata y su pena se reduce a 4 años de prisión en su casa pues los bachaqueros tendrían el perdón absoluto si nos conducen al meollo del desastre ¿o no?
Este tema volvió a mi mente en el mismo instante en que Lacava se convirtió en el gobernador de Carabobo y activó, a toda máquina, su carro de Drácula. No obstante, el debate adquirió más matices, pues la gente, y con gente me refiero a familiares, compañeros de trabajo, estudiantes, vecinos, peatones, de los más diversos estratos, colores, ideologías, etc., se apasionan arrechamente ante el accionar de Rafael.
La gente, o una buena parte de ella, siente que por fin alguien está haciendo algo, que finalmente la justicia ha llegado, “que sí, que bien hecho, que se lo merecen, que así debe ser, que les den mano dura, que los exhiban, que los jodan” (aunque en ese vehículo no se monten los autores intelectuales o de gran envergadura), que Lacava es el mejor (y ojo, a mí el tipo no me cae mal, ni siquiera por sus gustos musicales)
Pero el hecho es que eso, independiente de si es cierto o falso, revela dos cosas, una igual de grave que la otra. Primero: Hoy, la gente, solo quiere sentir que alguien está haciendo algo para protegerlos, da igual quien, da igual como, pero has algo, hazlo en lo inmediato, en lo cercano, en lo visible, (porque para esos vecinos, para su día a día, golpear a esos bachaqueros termina siendo tan importante como la trama de corrupción de PDVSA y he allí la importancia de lo local), propínale un coñazo a quien me ha golpeado el bolsillo, dame una caricia después de tanta paliza económica y moral.
Segundo: hoy, hacer lo que cualquier autoridad debería hacer, es decir, atacar lo que afecta al pueblo, te convierte en el rock and roll, en la novedad, en lo inédito, en lo fantástico, ¿o acaso no deberían estar absolutamente todos los alcaldes y gobernadores del país, intentando desmantelar las mafias que nos ahogan?
Algo similar sentí con las últimas elecciones municipales, al menos en la ciudad de Caracas, donde tanto los votantes del PSUV como los del PCV-PTT, presentaban los mismos reclamos en torno a temas que de una u otra manera ya habían ido subsanándose: basura, basura, basura, luz, luz, luz, gas, gas, gas, transporte, transporte, transporte, huecos, huecos, huecos, comida, comida, comida.
El pueblo politizado que somos, el que andaba dando otras conversas, repensando el territorio, ideando y creando nuevas formas de organización y accionar, no solamente se ha visto obligado a retroceder porque nuestro tiempo y energía (tanto corporal como mental) se tuvo que entregar a la búsqueda de alimentos y medicinas o el dinero para costearlos, sino que también tuvo que dar una docena de pasos atrás en sus demás aspiraciones y luchas.
La ciudad que para octubre del 2012 andaba pensando, junto a Chávez, como mover el terminal de La Bandera para La Rinconada, en la zona donde se encuentra la estación final de la línea 3 del Metro; trasladar el Mercado de Coche para un espacio de Turmerito, vía el sector de La Mariposa; cuestionar la generación desproporcionada de basura de este sistema consumista y reubicar el depósito de desperdicios “Las Mayas” más allá de La Mariposa, en un terreno de 2 o 3 hectáreas; hacer un segundo piso en la autopista Valle-Coche, o construir por la parte de adentro de Fuerte Tiuna, una nueva autopista; hoy está clamando que por lo menos se recoja la basura de la esquina de su casa, se coletee el metro, o aparezca una camionetica que los lleve al trabajo a tiempo.
¿Que han pasado mil cosas? Si, claro, guarimbas, caída de los precios del petróleo y corrupción a gran escala, sanciones gringas, etc., etc., etc., pero como me dijo hace poco el comunero (y alcalde electo del Municipio Simón Planas), Ángel Prado: “O terminamos hundidos en esta guerra o hacemos algo para salir adelante (…) A veces, también justificamos todo lo que ocurre al atribuírselo a la derecha venezolana y el empresariado privado. Sin embargo, nosotros somos gobierno, tenemos que controlar la situación, tenemos el poder ¿o no? ¿El tema no será de voluntad? (…)” Digan ustedes.
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