Bajé todo lo rápido que pude por las escaleras mecánicas. El tren estaba cerrando sus puertas pero llegué justo a tiempo para colarme por una de ellas antes de que se cerrara. Al entrar en el vagón me paré un instante sujetándome en la barra central, recuperé un poco el aliento y caminé tratando de no perder el equilibrio hasta el último vagón del tren. Al llegar a mi destino ese vagón sería el más cercano a la puerta de salida y no tenía tiempo que perder.
Había pocas personas en ese vagón y tan sólo la robotizada voz que comunicaba la próxima estación rompía el silencio.Me quedé de pie, como de costumbre, apoyado en un hueco cercano a la puerta. Frente a mí había una pareja joven y un hombre trajeado ocupando los tres asientos, los miré un instante antes de evadirme escuchando la música de mi MP3.
No quedaba mucho para la próxima estación, cuando la chica se levantó y se puso frente a la puerta, disponiéndose para salir. Se colocó unos auriculares enormes y se retocó el pelo mirando su reflejo en el cristal de la puerta. Al mirar el asiento vacío me percaté de que se dejaba olvidada una mochila negra. Enseguida le advertí sobre ello, justo antes de que las puertas se abriesen, pero la joven negó con la cabeza que fuera suya. Entonces pregunté al hombre trajeado y al otro chico sobre la mochila, y no tardaron en decirme que ya estaba allí cuando entraron al vagón. Las demás personas que viajaban en el vagón no se pronunciaron al respecto.
En aquel preciso momento me vino el fatídico recuerdo del atentado ocurrido años atrás en el tren. Creo que todos los que estaban allí pensaron lo mismo que yo. Un sudor frío me recorría las sienes. No podía evitar mover la pierna con cierto nerviosismo. Miré a ambos lados, tratando de encontrar a alguien que supiera qué hacer en aquella situación pero, más allá de nuestro vagón, ni si quiera se habían percatado de tal asunto.Apenas quedaban un par de paradas para llegar a una de las estaciones más transitadas de esa línea. Algunos pasajeros se cambiaron de vagón esperando a poder bajarse cuanto antes del tren. Yo permanecí allí, inmóvil, frente a aquellas otras dos personas, contemplando en silencio la mochila. Imaginando qué podría albergar dentro.
El tren se paró en la estación de Casa de Campo, las puertas se abrieron bruscamente y un gran número de personas entró en el vagón. Nadie mostró interés por la mochila tirada en el suelo. Todo parecía tan usualmente normal que por un instante quise olvidar lo que pudiese haber dentro de la mochila.Tanto el hombre trajeado como el otro chico se bajaron del tren en Batán. No hicieron nada, tan sólo yo era consciente de que la mochila podría suponer un peligro y el intercambiador de Príncipe Pío cada vez estaba más cerca. Aunque notaba la adrenalina bullir en mi interior, no podía mover ni un solo músculo de mi cuerpo, y mucho menos podía apartar la vista de la mochila. Pensé en todas las opciones, en todo lo que podría hacer cuando llegara el momento. Incluso pensé en marcharme sin más, tal y como había hecho el resto. Pero no, yo no podría hacer eso. La culpa me devoraría si pasara algo y yo no hubiese hecho por evitarlo…, al menos, intentarlo.
La robótica voz femenina resonó en el concurrido vagón. Muchos se apostaron frente a las puertas esperando a poder salir. A pesar de ser la estación en la que debía bajarme, permanecí en el mismo sitio, frente a la mochila. Por un momento me quedé solo en el vagón. Tan sólo yo y aquella misteriosa mochila estábamos allí, pude verme tomando la mochila y saliendo del vagón. Depositándola en una de las papeleras y avisando a un guardia de seguridad antes de que saliese de la estación. Dejando así atrás todas mis preocupaciones. Poco después me vi mirando la mochila, inmóvil y en la absoluta soledad. Saliendo del vagón sin la mochila, permitiendo que el miedo se apoderara de mí como de tantos otros.
Había demasiadas opciones pero tenía claro que, hiciera lo que hiciese, debía hacerlo solo.
Sentí que la inercia me empujaba con fuerza hacía delante. El tren llegaba a la estación. La voz anunció la parada de Príncipe Pío y de nuevo, un cúmulo de sentimientos me aprisionaban con fuerza. Estaba completamente ido, fuera de mí, envuelto en un mar de dudas. ¿Qué era lo correcto? ¿Qué debía hacer?
Y de mi ostracismo me sacó la chispeante voz de una niña. No pude evitar dirigir la mirada hacia ella. Estaba a mi lado, de la mano de su madre, preparada para salir del vagón. Ella también me miró y en su rostro se dibujó una sonrisa. Yo también sonreí, quizá por inercia, quizá por cortesía. No sé a qué se debió, pero ver el rostro sonriente de aquella niña me colmó de paz. Ahora sabía lo que debía hacer.
Justo antes de que parara el tren, tomé la mochila con decisión y me acerqué a la puerta. Apenas se abrieron las puertas, salí de allí y me dirigí, con la mochila en la mano, a uno de los guardias de seguridad del Metro que había deambulando por la estación. Le di la mochila explicándole lo ocurrido. Tras comunicárselo por radio a sus compañeros, me agradeció que me ocupara de algo así y no lo dejara pasar. Después se marchó con la mochila.
Tras aquello salí de la estación y continué mi camino hacia el Instituto Oficial de Radio y Televisión. Mientras viajaba de nuevo en el metro, esta vez en otra línea, pensé en lo ocurrido y me sentí satisfecho. Nunca supe lo que había en la mochila, no tuve el valor suficiente para abrirla y ver por mí mismo de qué se trataba. Probablemente sólo fuera una mochila de las muchas que se extravían en el Metro, eso nunca lo sabré. Pero siempre recordaré que hice lo correcto, como cualquier ciudadano debería hacer ante una situación similar.
Jesús Muga