Revista Libros
En la encrucijada entre novela gótica, relato fantástico, parábola filosófica y cavernaria fábula platónica, se sitúa la desasosegante El unicornio de Iris Murdoch. Ambientada en un caserón aislado en la nada de un violento paisaje irlandés -aquí los acantilados de Moher, allí una ciénaga que más bien parece la laguna Estigia-, se relatan en ella las idas y venidas sentimentales, espirituales y metafísicas de un grupo más bien enfermizo, de elementos tan volubles como violentos y vampíricos reunidos en torno a Hannah, que, como la princesa maldita de los cuentos, lleva encerrada en su castillo nada menos que siete años cuando hasta allí llega la inocente Marian para ejercer -eso cree ella, al menos- de institutriz.
Sí, hay en esta historia una princesa -dipsómana y consagrada a una enfermiza inercia vital-, malvados, duendes, sabios, doncellas y hasta un caballero andante con no una, sino tres damiselas a las que socorrer. No deben ustedes, sin embargo, llevarse a engaño. Aunque a veces cueste recordarlo, esta historia se sitúa en pleno siglo XX, como atestiguan las ocasionales y sorprendentes referencias a automóviles, trenes y hasta un aeropuerto. Sorprendentes, sí, porque la peripecia, la irrespirable atmósfera y la violencia del paisaje más bien nos invitan a remontarnos al Romanticismo de un Walter Scott, de las Brönte o de un cuento popular. Todo es, eso sí, mucho más denso, opresor y, por qué no, cargante, de lo que en tales tramas se suele encontrar, hasta el punto, de hecho, que una casi celebra el final digno de tragedia griega precipitado por la ineptitud de los que, en otras circunstancias, habrían sido los héroes de esta historia.