Revista Cultura y Ocio

El utopista es el hombre que deserta su puesto, Ortega y Gasset

Publicado el 01 mayo 2018 por Kim Nguyen

Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo -persona, pueblo, época- es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere un dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorado.

El error inveterado consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado, no coincidiría con ese aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es la que pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde “lugar ninguno”. El utopista -y esto ha sido en esencia el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.

Hasta ahora, la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.

José Ortega y Gasset
El tema de nuestro tiempo

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“Cuando más tarde leí Don Quijote en versión original, me pareció una mala traducción. Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la edición de Garnier. En algún momento la biblioteca de mi padre se fragmentó, y cuando leí El Quijote en otra edición tuve la sensación de que no era el verdadero. Más tarde hice que un amigo me consiguiera la edición de Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas a pie de página y también las mismas erratas. Para mí todas esas cosas forman parte del libro; considero que ése es el verdadero Quijote.”

Borges evoca una experiencia de infancia, es cierto, y mucha de la luz que irradian sus detalles puede atribuirse también al prestigio que gozan en la memoria las primeras veces. Sin embargo, o quizá precisamente por su condición infantil, en esa escena autobiográfica ya acecha la supersticiosa ética de lector que Borges profesará toda su vida. No hay libro que preexista a la experiencia de su lectura, dice Borges. Es el acontecimiento lectura -con todas sus coordenadas, las más importantes como las más triviales-  el que “fabrica” el libro, el que lo constituye como un presente continuo, “verdadero”, destinado a durar para siempre. El aura de la lectura no es simplemente un “clima” exterior que envuelve el libro; es un factor causal, activo, que interviene -alterándolos- en el sentido y la identidad del libro, y que transforma toda una serie de accidentes y contingencias (“volúmenes rojos”, “letras doradas”, “grabados en acero”, “erratas”) en rasgos esenciales, sin los cuales el libro dejaría instantáneamente de ser el que es y se convertiría en otro, Así, pensado por Borges, un libro -el Quijote, la Divina Comedia, La metamorfosis de Kafka- es un curioso, desconcertante artefacto de dos caras: por un lado es un objeto que se repite, que viaja, siempre “el mismo”, a través de contextos siempre cambiantes, y cuya identidad, signada por esa especie de nombre propio que es el título, goza del consenso suficiente para que dos personas, al nombrarlo, sepan o den por sentado que se refieren a lo mismo; pero por otro lado es algo móvil, maleable, extremadamente poroso: una fugaz apoteosis circunstancial, siempre única y siempre “otra”, arraigada de manera constitutiva en las casualidades de la edición, la tipografía, las ilustraciones, el color del papel, la hora del día, el espacio, el estado de ánimo, los sonidos de los alrededores, etc. Entre esos dos polos se mueve el lector Borges: entre la fascinación que le provocan todos los avatares que sufre un libro a lo largo de su carrera (ediciones, reediciones, traducciones, correcciones, supresiones, etc.) y el hechizo del bibliófilo, un poco fetichista, en que sumerge la idea de un libro único, un “original”, un “incunable”. Así, leer es en Borges uno de los motores privilegiados de esa inestabilidad que nunca deja de sobresaltar a su literatura: la relación entre lo mismo y lo otro, entre la repetición y la diferencia.

Alan Pauls
El factor Borges

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—Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que esta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna.

—En eso no hay duda —dijo a esta sazón Sancho—, porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.

Miguel de Cervantes
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Primera parte. Capítulo XLIIII

Foto: José Ortega y Gasset

Previamente en Calle del Orco:
El Quijote demuestra la unidad indisoluble de utopía y desencanto, Claudio Magris
El lector haciéndose cargo del texto, Georges Perec
Llega el lector adecuado y asistimos a una resurrección del mundo, Jorge Luis Borges


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