Revista Comunicación
Cuando Marinetti apareció en el proscenio, la sala vibró y fue un estruendo de aplausos. Luego se hizo un gran silencio; todo el mundo parecía estar prendido por el hechizo del mago. Su tema fue el futurismo mundial; la voz se alzaba, ardorosa. De pronto, Severini y yo creímos morir de un síncope y nos agarramos del brazo: acabábamos de oír nuestros nombres ensalzados como sólo Marinetti sabía hacerlo. Por tanto, él ignoraba nuestra presencia en la sala. Si la de Severini era fácil de colegirla, pues vivía en París, la mía no podía siquiera sospecharla, desde que no le había dicho adiós a la partida.
(El propietario de la galería, Léonce) Rosenberg me hizo introducir en una linda sala tapizada de gris, con una alfombra del mismo color donde los pies se hundían agradablemente. Al fondo vi tres caballetes y frente a ellos, hacia acá, ya distancia de unos tres metros, dos mullidos sillones y una mesa baja sobre la cual había ceniceros, cigarros y cigarrillos de marcas diversas. Me invitó a tomar asiento, se sentó, y dio órdenes precisas a un empleado. Este apareció con dos cuadros para los caballetes laterales. A una rápida indicación, una de mis telas ocupó el centro. Rosenberg pasaba los ojos sobre los tres, sobre dos, sobre, sobre uno en muda inquisición, como si aguardara que los cuadros hablasen. Hizo cambiar los dos laterales y siguió escrutando; luego hizo cambiar el del centro, reemplazándolo por otro mío.
(…)
Nunca como aquella tarde tuve oportunidad de ver y de juzgar con espíritu desasido mis propias obras. Advertí, por ejemplo, a cuadros como La Gruta Azul de Capri, Autorretrato o Pensierosa, resistían con holgura la confrontación, siendo totalmente otra cosa, en tanto que algunos cuadros de concepción más sintética como El flautista ciego o El solista parecían debilitárseme, sólo salvados por el color, que era mi ventaja.
La pintura se hace con color. De ahí que piense que no son pintores aquellos que dicen no interesarse por el color y sus grandes recursos expresivos, capaz de traducir todos los sentimientos, desde el más simple al de mayor intensidad dramática. La verdad es que no recurre al color el que no lo siente; y ésta demás señalar que quien no lo siente no es un verdadero pintor; en el mejor de los casos podría ser un buen dibujante. Si a ello se agrega que el manejo del color no es nada fácil, que exige mucho trabajo llegar a hacerlo con autoridad, y puesto que es preciso llevarlo en la sangre, se comprenderá que haya tantos artistas que lo eluden con la cómoda excusa de su falta de interés por él.
EMILIO PETTORUTI
"Un pintor ante el espejo"