El Vampiro Errante es un bonus, es decir, una pequeña historia que añade información. En este caso se trata del bonus de Nosuë, protagonista de Lazos de Sangre. ¡Pero se puede leer independientemente si te apetece!
La caza del errante Era una ciudad en decadencia; al menos era lo que a mí me parecía. Las calles se llenaban de locales de alterne donde los hombres buscaban la compañía de féminas de dudosa reputación mientras bebían alcohol y, a menudo, tomaban estupefacientes que los dejaban moribundos en las esquinas. Mientras recorría las calles, cabizbajo pero vigilante, veía muchos de esos hombres. Borrachos, drogados, oliendo a tabaco, sexo y alcohol más incluso que a sangre, más que parecerme presas fáciles me revolvían el estómago. Y eso es raro, porque los vampiros no utilizamos el estómago. No. Tal vez fueran fáciles de cazar, pero yo tenía dignidad. Podía ser un vampiro errante, pero aún tenía honor. Rebajarme a alimentarme de presas tan patéticas no haría si no humillarme. Pasé de largo de los rincones en que esos despojos humanos languidecían, y seguí buscando una presa más adecuada. No soy una criatura orgullosa, pero hay un espacio muy grande entre la arrogancia y el autodesprecio. No me autodesprecio, y por tanto no me conformaré con basura. No es que buscara un marqués o una reina, pero por todos los espíritus, tampoco quería sangre con sabor a licor fuerte. No. Sólo quería… «Ah… Ya te tengo». Era joven, de poco más de veinte años, y parecía nerviosa. Se sacaba del bolsito un elegante reloj de bolsillo, con motivos de flores y hojas, y consultaba la hora cada dos minutos. Supuse que esperaba a alguien que llegaba tarde. Vestía con sencillez, una falda larga por los tobillos, simple, pero en contraste llevaba una camisa blanca de seda con volantes y una gargantilla de la que pendía un pequeño colgante en forma de corazón y que supuse se abría para mostrar un retrato. Ah, la fotografía acababa de llegar a este mundo, y todo el mundo quería un retrato. La pintura se perdía. Era algo que me hacía sentir un vacío en el pecho, donde antaño latió un corazón. Noté que la jovencita olía ligeramente a café. Hacía mucho tiempo que no tomaba de un humano de café; supongo que los toman más de mañana, y yo, naturalmente, cazaba de noche. Oh, vosotros no lo sabéis, no os dais cuenta. Sabéis a lo que coméis, de un modo diferente y delicioso. Sabéis, dulces, amargos, un sabor único mezclado con el inevitable tono de la sangre metálica. Sí. Aquella era una presa adecuada. No había nadie en la calle. La pobre ingenua estaba sola, esperando a su amante, probablemente. Sola y a merced de cualquiera. A mi merced. Podría ser humano y sentir lástima por esa presa inocente. Podría ser el vampiro heroico que sólo se alimenta de criminales. Pero ese no soy yo. No soy un caballero de brillante armadura, mas no te equivoques. Tampoco soy la bestia desalmada que los cazavampiros quieren creer. No le haría daño. Sabía muy bien cómo alimentarme sin hacer daño. Control. Todo tiene que ver con el control. Me deslicé junto a la pared, casi invisible, silencioso como una sombra. Ella no me vio, y no me intuyó hasta que fue tarde. Estaba detrás de ella, notando su olor. Bastante apetitosa. Más que borrachos y drogadictos, en todo caso. Me relamí de anticipación. Era un cazador a punto de conseguir a su presa. Entonces ella lo supo. Se le erizó la piel y su corazón se disparó. Le cubrí la boca con una mano y le golpeé la cabeza. Cayó en mi brazos, desmayada, manejable, fácil. —Ssshh… —siseé suavemente, tomándola en volandas y retrocediendo, silencioso, hasta las tinieblas de un callejón sin salida. Me senté entre dos barriles enmohecidos, conteniendo una mueca de disgusto. Así son las cosas para los vampiros como yo: sin un hogar, vagando sin rumbo, cumpliendo unas normas que ya no son para ellos. Pero no renunciaría a mi educación, a mi esencia. Quizá tenía que cazar como un vulgar depredador callejero, pero no desataría al animal que hay en cada uno de nosotros. Yo no. No otra vez. No me vieron venir, pues me movía en un plano distinto. No me importaba estar allí. No me importaba convertirme en hostil. La ira había helado la sangre en mis venas, y si mi corazón hubiera latido, ya no lo haría de pura y gélida furia. Mi mente estaba vacía de todo pensamiento, de toda misericordia. Sólo existía una cosa: vengar a mi sire, asesinada sin compasión por aquellas bestias que se hacían llamar «humanos». Entre ellos emergí de nuevo, una sombra de helados ojos rojos y largos colmillos, una salvaje máscara de odio, de ira, de ardiente y pura rabia. Dos cayeron por mis colmillos y garras antes de que los demás dispararan. Noté los aguijonazos del oro, pero no sentí el dolor. Sangraba, pero no importaba. Sangre. Sangre. Mi sire no había sangrado. Ella se había convertido en polvo y ceniza, polvo y ceniza. Me volví hacia los demás. Iban a morir. Todos. Morirían todos. Había un sonido vibrante cerca. Venía de mi garganta; estaba gruñendo como un animal. El gruñido del nosferatu, como un león henchido de ira… O una pantera. Chasqueé las mandíbulas y traté de concentrarme. La chica. Estaba caliente en mis brazos. Comida fresca y buena, para variar. Me centré en su olor, el olor de la sangre: no sólo el tinte metalizado que los humanos huelen, también el café, un ligero tono afrutado… muy exótico. Era una chica de bien: tenía unos padres que la alimentaban y la cuidaban. Alguien que miraba por ella. «No sabes lo afortunada que eres, niña», pensé. «Nunca lo sabéis hasta que es demasiado tarde». Le quité el pequeño gorrito, y el largo cabello rubio cayó en cascada sobre sus hombros. Con cuidado le desabroché la gargantilla y la dejé en el suelo; después, desaté el cuello de su camisa para dejar a la vista su pálida garganta, que latía con su sereno y dormido pulso. Ella nunca lo sabría. Despertaría con un fuerte dolor de cabeza y se asustaría al verse con la camisa ligeramente desabotonada, la gargantilla en el suelo y el cabello suelto, pero ninguna de sus fantasías podría acercarse siquiera a la verdad: había sido la víctima de un vampiro. Me la acerqué, casi como si la estrechara entre mis brazos. La cabeza le caía lánguidamente hacia atrás, ofreciéndome su cuello. Olisqueé su olor metálico mezclado con el aroma del café ya frío, y algo afrutado. Me arqueé sobre ella. Seguía respirando tranquila, inconsciente, completamente a mi merced. Apoyé los labios en su piel. Noté que se estremecía, pero no despertó. No lo haría, no aún, no hasta que fuera tarde. «No juegues con la comida, Nosuë», me recordé. Desenfundé los agudos colmillos y los clavé. La sangre comenzó a manar, caliente y espesa, y bebí. Horas antes de la salida del sol regresé a mi guarida: la buhardilla de un edificio abandonado en las pestilentes afueras de la ciudad. Estaba vacía, ¿pero qué importa? Yo era un vampiro. No tenía frío, ni calor, ni respiraba el aire enrarecido de aquel cuarto de techo acanalado. Aunque añoraba un hogar, un lugar cómodo y propio en el que no fuera un intruso. Aquel no era un hogar, era una guarida temporal, y cuando pasara un poco más de tiempo me iría y buscaría otra. Esto es lo que significa ser un vampiro nómada, un errante sin origen ni destino. Me hice un ovillo en un rincón. Los vampiros no duermen, y las pesadillas de los humanos no salen de día. Sólo podía quedarme allí encerrado… mientras el sol bañaba las calles. Otra vez más, como llevaba tanto tiempo haciendo… y como esperaba hacer durante siglos. No era una perspectiva agradable.