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El Vampiro Errante: Capítulo IV

Publicado el 26 julio 2020 por Ayaathalia @Ayashi375
El Vampiro Errante: Capítulo IVEl Vampiro Errante es un bonus, es decir, una pequeña historia que añade información. En este caso se trata del bonus de Nosuë, protagonista de Lazos de Sangre. ¡Pero se puede leer independientemente si te apetece!


Miedo al Errante
    Una noche se convirtió en una semana, y esa semana en un mes. Ronald siempre tenía más preguntas. Me enseñó el estante donde tenía todos los libros de vampiros; me dijo que quería escribir uno, sacar a la luz la verdad sobre nosotros, la realidad, no el mito.    Quería que los humanos dejaran de temernos.    No compartía su entusiasmo ni su sueño. Vosotros nos teméis… Está en vuestra naturaleza, igual que en la nuestra está alimentarnos de sangre.    Pero no lo disuadí. Otro libro más diciendo más de lo mismo no haría daño.    La ronda de preguntas volvió a empezar cada noche cuando regresaba de su trabajo en el periódico. Se sentaba en su despacho conmigo y apuntaba todas mis respuestas, instándome a hablar, a explicar más.    Lo más perturbador no era el modo que tenía de buscar cada respuesta, tenazmente. Supongo que lo que más me alteraba era la manera que tenía de ofrecerse.    —Tienes que alimentarte como muy poco cada siete noches, ¿verdad? —preguntó en una ocasión.    —A las cinco el vampiro suele ser más bien un animal, pero sí, aproximadamente la séptima es la última oportunidad de alimentarse.    —Pero llevas tres aquí, y no has salido a alimentarte.    —Pensaba irme esta noche.    Me miró con las cejas alzadas.    —¿Por qué ir a cazar? —preguntó—. Toma.    Me alargó una mano. No, más bien… su muñeca. Me ofrecía su sangre.    Retrocedí bruscamente, frunciendo el ceño. De pronto fui muy consciente de cómo olía: a tinta, a papel de periódico, a bollos.    Era cierto, llevaba tres días sin alimentarme. La sed me quemaba la garganta.    —¿Te estás ofreciendo? —musité por lo bajo, estrechando la mirada—. ¿Un humano? ¿Tú?    —Sí, creo que soy humano —rió Ronald—. Vamos. Deja que experimente lo que es donar mi sangre a un vampiro.    —No.    —¿Por qué no? Me has dicho que es para lo que fuiste educado.    —Ya no tengo un rebaño. Tú no eres mi rebaño.    —Pero Nosuë…    —No.    Di la vuelta y me marché.    No puedo explicar por qué me negaba a tomar de él.    Quizá porque si lo hacía perdería aquel refugio demasiado pronto; porque cuando clavara mis dientes en su piel la realidad no estaría a la altura de su alocada imaginación, y querría echarme de su casa.    Allí se estaba bien. El desván estaba lleno de trastos y había un poco de polvo y telarañas, pero era cómodo. Había un amplio sillón y muchos juegos de mesa con los que entretenerme durante los días, mientras mis anfitriones trabajaban. Me confiaban su casa… y también su seguridad, porque mientras yo bajaba al salón y miraba por la ventana ellos dormían.    Bueno, no siempre.    No Taneka, al menos.    Su nerviosismo era palpable. Su miedo, casi podía paladearlo. Lo olía mientras estaba en la casa, revolviéndose en su cama, sin poder dormir. Lo olía por encima de su aroma a harina, a pan recién horneado y a nata montada. Era pastelera.    Me iba, a veces. Tenía que alimentarme, tenía que cazar. Y cuando volvía, como aquella noche casi de amanecida, ella estaba despierta.    Estaba preparando un té, lo olí antes de entrar. Muy aguado, con mucho azúcar. Esperé fuera hasta que casi rompió el alba, pero ella no dejó la cocina, y tuve que entrar.    Cuando abrí la puerta Taneka dio un respingo y se levantó, tensa. Me miró con los ojos muy abiertos, y su expresión de espanto permaneció durante dos segundos, hasta que la mudó a una cortesía nerviosa.    —Ah, Nosuë, eres tú —saludó.    Asentí con la cabeza. Por costumbre me froté los labios, sólo por si tenía algún resto de sangre que pudiera asquearla. Nada. Pero aún la olía: dulzona, joven y fresca.    —¿Ha… ha… ido bien? —musitó, trabándose.    Taneka no quería saber si mi cacería había sido fructífera. En realidad no me quería allí… y yo lo sabía.    No podía dormir conmigo en su casa.    —Me iré, Taneka —le aseguré—. Si es tan molesto tenerme aquí, me iré. No estoy dispuesto a ser una carga.    Ella titubeó.    Sí, le molestaba. Sí, quería que me fuera, que desapareciera de sus vidas. Ella era una mujer sencilla; quería recuperar esa sencillez en la que las criaturas de pesadilla se quedaban en las pesadillas.    Por otro lado, yo era el sueño de su marido hecho realidad. Un vampiro, real, tangible, alguien a quien hacer todas sus preguntas.    Y ella lo amaba. Yo sabía que lo amaba. Lo olía, lo oía cuando compartían una de esas miradas íntimas y perfectas de pareja bien avenida.    —Quítate la camisa.    Parpadeé, frunciendo el ceño. Ella apenas me miraba medio segundo seguido, pero estaba bastante seguro de haberla oído bien. Oh, el oído mejora mucho con el vampirismo.    —¿Qué? —dije, no obstante.    —La camisa. Está manchada de s-sangre. La limpiaré.    Bajé la mirada y busqué la mancha. Sólo unas gotas, justo donde metía la pálida prenda por dentro de los pantalones.    Ronald me había dejado su ropa; olía a él, y eso me hacía sentir raro, pero no quise rechazarlo. No estaba mal. Era más bajo que yo, y un poco más ancho, pero no era ropa robada, al menos. Era un préstamo. Puede que incluso un regalo.    Y lo había manchado.    Chasqueé la lengua, pero intenté contener por todos los medios un incómodo gruñido que vibró en la base de mi garganta. No lo hice del todo bien, porque noté a Taneka temblar frente a mí y apartarse un paso.    —Lo siento —me disculpé con suavidad, y sin mirarla me desabotoné la camisa y me la quité.    —N… No, no pasa nada.    La cogió con cuidado de no tocarme. Tampoco me miró.    —C-creo que deberías vestir de negro —comentó con una risita nerviosa—. Así la s-sangre se vería… tanto.    —Ya. Lo tendré en cuenta.    Sonrió con torpeza, incómoda.    —Ah, ¿quieres un té mientras la l-limpio?    Los vampiros no podemos ingerir nada, no tenemos sistema digestivo funcional. Aunque podemos tomar líquidos, nos deja revueltos durante un buen rato, así que en esencia cualquier cosa aparte de, básicamente, fluidos humanos, nos hace comenzar a expulsar todo lo que contiene nuestro organismo. Toda la sangre.    Es una terrible forma de morir, casi tanto como quemarse al sol.    Como Ritz.    —No, gracias, Taneka —respondí—. Me iré al desván.    —Claro. Que duermas bien.    Tampoco dormimos.    —Gracias.

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