Retrato de una niña(1919) - Joan Miró
El silencio de la tarde fue interrumpido por un golpe estrepitoso. La puerta de entrada del apartamento fue víctima del enojo de María Griselda; al cerrarla su brazo emuló una tormenta tropical. Luego de ingresar a la vivienda, caminó rauda por el angosto pasillo que la llevó hasta el pequeño salón-comedor de paredes beige, en los que colgaban fotografías de la familia y pinturas de autores desconocidos; el piso de granito negro y las gruesas cortinas sobre el ventanal, acompañadas por muebles de estilo Sheraton, reflejaban su carácter sobrio; colocó la cartera sobre una silla y se quedó parada unos segundos mientras practicaba los ejercicios de respiración que aprendió en las clases de Tai Chi. Su mano derecha hacía las veces de pesado abanico y con nerviosos movimientos, trataba de secar las gruesas gotas de sudor que corrían por las arrugadas grietas de su rostro y cuello. Tenía que calmar la ira antes de encontrarse con Celina, su nieta adolescente. Se dirigió a la cocina a beber agua para apaciguar la sed y aliviar los pensamientos. El visillo de flores verdes y azules cubría la ventana con ingenua pretensión y apenas filtraba los ardientes rayos solares que rebosaban el aposento; pensó si habría alguna diferencia entre el calor del infierno y el de ese lugar.
Celina reía a carcajadas mientras le contaba a sus amigas la nueva travesura que le había hecho esa tarde a su abuela, cuando la escuchó llegar. El portazo le mató la diversión. Había encendido el aire acondicionado de la habitación de María Griselda y era feliz en ese oasis de frío en medio de la abrasadora ciudad que derretía la suela de los zapatos y quemaba las ideas. Este placer le era prohibido, así como hablar por teléfono o recibir visitas sin previa autorización; esa tarde la visita había sido autorizada con el pretexto de reunirse para hacer la tarea del colegio, pretexto que era incierto. Lo único cierto era que deseaba disfrutar un rato con sus amigas, sin la presencia instigadora de su abuela, que interrogaba a todo el que pisaba su casa con la destreza de un detective. Se dirigió al enorme rosario de madera que colgaba en la pared sobre la cabecera de la cama, mientras juntaba las palmas de las manos en actitud de oración. - Señor, decime que estoy soñando y que no es Mamaíta. No me quitéis este rato de felicidad. Yo sé que vos me queréis. Vai, andá, nos seáis malo conmigo.
El olor emanado de las velas que María Griselda prendió frente al altar de la Virgen de Chiquinquirá, le recordó a Luis. Él lo mandó a construir en una esquina del balcón mucho antes de morir, con la intención de tener el boleto apartado hacia el paraíso. No fue mal esposo, cumplió con sus deberes de padre y fue discreto en sus relaciones extramaritales. Tenía diez años de muerto y ella diez años vestida de negro. No quería que la gente pensara que no lloraba a su marido. Nunca usó ropa de medio luto. Eso era de mal agradecidas y ella no lo era. Era una hija de Dios que asistía a diario a la Iglesia. Había educado con rectitud a su familia y cumplido con los deberes de madre: sus cuatro hijos se habían graduado en la universidad y estaban casados. Ahora, por cuestiones del destino y de la vida, estaba criando a su nieta Celina, muchachita rebelde y desobediente a quien tenía que enderezar, y la mejor manera era pegándole con la correa, acto que parecía no dar sus buenos frutos, porque lo hecho por ella ese día era imperdonable. Entró a su habitación y saludó a las adolescentes que se levantaron de la cama apenas la vieron. No confiaba en ninguna de esas jovencitas de ideas alocadas y padres condescendientes. Posó sus ojos en Celina y con la mirada le envío mensajes llenos de palabras recriminatorias cargadas de rabia; no podía permitir que su nieta se burlara de ella. - ¿Qué hacen aquí? Sabéis que no tenéis permiso para prender el aire acondicionado. Después me llega la factura de la electricidad por las nubes y no tengo reales para regalar. - Mamaíta, está haciendo mucho calor. Dejanos estudiar aquí. Mirá ¿y por qué llegaste tan temprano de la fiesta-velorio? - ¡No seáis irrespetuosa! Los velorios no son fiestas. - Pa’ vos sí, porque te encanta asistir a ellos. Esas son las fiestas tuyas - dijo Celina mientras reía con ingenuidad infantil. María Griselda apagó el aire acondicionado y les ordenó salir del cuarto y apurarse en terminar la tarea. Las jóvenes obedecieron con temor y después de permanecer un rato en la sala, que transcurrió como una eternidad por la molesta presencia de la anciana, se despidieron. María Griselda, acercándose a su nieta, la increpó: - Celina, estoy muy brava con vos. El muerto del velorio de hoy no era ningún amigo mío. Yo no conocía a nadie en ese lugar. Todos me preguntaban quién era yo. - Mamaíta, no me digáis eso, no te lo puedo creer. Yo leí en Panorama que Juan Pérez se había muerto y como vos me dijiste que conocías a los Pérez, y uno de ellos se llamaba Juan, yo pensé que era amigo tuyo, por eso te insistí en que fueras a la funeraria. Contame ¿y cómo estuvo la fiesta del muerto desconocido? Con la correa en la mano y la vergüenza en el velorio, María Griselda persiguió a Celina por el apartamento para enseñarle quién era la conocida que aún estaba viva.
Revista Literaria Umbral, Año 1 N° 4
El velorio de Juan Pérez