No ví el montaje de 1983 en el María Guerrero, dirigido por Emilio Hernández e interpretado por José María Rodero y Manuel Galiana, pero tengo muy presente en la memoria el cartel y recuerdo que los comentarios elogiosos de mi madre, que sí pudo verla, me pusieron entonces los dientes largos.Yo estaba a punto de iniciar mi carrera profesional (aunque no lo sabía) y ya me empezaba a picar el veneno del teatro.
Concha Busto, coproductora de la actual producción, trabajaba con Lluís Pasqual en aquel Centro Dramático Nacional, y hace unas semanas, en una comida con varios periodistas, recordaba algunos detalles: por ejemplo, que la escenografía tenía que entrar y salir diariamente del teatro por necesidades técnicas.
Desde entonces, siempre he esperado que volvieran a montar «El veneno del teatro» (es una obra que montan muchos grupos aficionados; es lógico, ya que necesita solo dos intérpretes y la escenografía es muy sencilla). Me entusiasmé cuando conocí este proyecto, por el director y los actores, y también porque en la producción hay varios buenos amigos, como la propia Concha Busto, Sandra Avella o Lino Patalano.
Y como era de esperar, estoy convencido de que este montaje va a ser uno de los acontecimientos de la temporada teatral. Impactante, magnética, hipnótica, «El veneno del teatro» es un sugestivo thriller con gotas de filosofía teatral que, al igual que la ponzoña del título se inocula en los espectadores y los va paralizando lentamente.
Mario Gas ha creado el clima necesario para que emerja la magia que también es una característica del teatro, y favorece con su ritmo el crescendo continuo que plantea el texto. Y sobre un escenario apenas vestido tiende la alfombra para que por ella pisen las interpretaciones, verdadero corazón (lo son casi siempre en el teatro, pero aqui más) de la función. Y en ellas, en los actores, reside el efecto hipnótico del que hablaba antes.
Miguel Ángel Solá es uno de los mejores actores que yo he visto sobre un escenario; su trabajo es portentoso. Desde la postura del cuerpo, que varía cuando su personaje se transforma (lo dejaré ahí para no desvelar secretos de la trama), hasta el tono, la actitud, la voz... Todo adquiere en él una dimensión extraordinaria que sorprende, admira y apabulla. A su lado, Daniel Freire crece y ofrece una interpretación llena de colores y matices, desde la altivez hasta el patetismo.
Disfruté mucho en la función, que seguro que crece más con los días. Y a la vista de las reiteradas ovaciones que se escucharon (mucha gente puesta en pie), el resto de los espectadores también. No hay posibilidad de prórroga, así que daros prisa en ir o podréis perdérosla. Y no os gustaría, creedme.