Los verdaderos cambios –no los de simple slogan- la mayoría de las veces se producen de forma imperceptible, silenciosa, sin aspavientos, ni violencia. La gente no los visualiza y generalmente las elites los detectan cuando éstos ya llevan bastante avance. El nuevo orden, el cambio legítimo y verdadero, no provendrá de las elites, ni de algún iluminado de turno, sino y como siempre debería ser, de los propios ciudadanos.
Desde inicios de la época moderna, el eje de casi todas las disputas políticas ha sido el cambio, entendido como la contraposición entre un orden político y social vetusto, desgastado y otro renovado, esperanzador y con futuro. (Antiguo Régimen versus la Revolución; absolutismo versus liberalismo; capitalismo versus marxismo, tradicionalismo versus modernidad, etc).
En esa misma lógica, en Chile la mayor parte de las disputas políticas del último tiempo han girado en torno al tema del cambio, que se ha vuelto el eje para definir la contraposición entre los candidatos y establecer sus diferencias.
Sin embargo, lo viejo y lo nuevo no son posiciones estáticas, ni absolutas sino contextuales, y el paso del tiempo y el discurso siempre se encargan de alterar o exacerbar esas percepciones.
En 1990 la Concertación representaba un posible nuevo orden en todo sentido (por eso su slogan “La Alegría ya viene”), mientras que el régimen militar significaba lo viejo, la continuidad del sistema dictatorial y los tiempos de mayor fractura política.
Luego de casi 20 años en el poder, ante la ciudadanía la Concertación ha perdido ese semblante novedoso, no sólo por el paso natural del tiempo, sino también por otros factores como la falta de nuevos liderazgos, una creciente tendencia a la partidocracia, y el mantenimiento de la institucionalidad autoritaria casi intacta.
En ese contexto, la Alianza ha levantado del discurso del cambio como foco central de su oferta política, no tanto por que ésta represente lo nuevo ni el cambio verdadero, sino más bien por una imperiosa necesidad, poder diferenciarse de la Concertación, porque de lo contrario no puede hacerlo en el contexto político actual.
En otras palabras, sin el slogan del cambio, la Alianza es igual que la Concertación en cuanto alternativa electoral, pues sus planteamientos no van más allá de criticar el tiempo que lleva la Concertación en el poder (la misma idea era la alternancia) y la forma en que han administrado el orden político imperante (mediante la simple apelación a traer a los mejores para gobernar).
Si nos abstenemos de esos dos factores, la Concertación y la Alianza no se diferencian en mucho sólo que uno quiere mantener el poder y el otro llegar a éste. Es una diferencia de forma, no de fondo. Y eso, los ciudadanos lo notan cada vez más.
En otras palabras, ambas coaliciones representan el viejo orden político (que es el imperante hoy día) que sigue siendo el orden institucional estructurado y planificado durante el régimen militar, con un sistema electoral tutelado que ha mantenido a las mismas elites políticas por 20 años, que ha fortalecido un sistema partidocrático, y ha dado paso a una oligarquía buró-empresarial transversal.
En forma creciente, para más ciudadanos, ambos sectores (la Concertación y la Alianza) representan a quienes por 20 años han hegemonizado la política en cuanto representación y han hecho usufructo del sistema político y electoral para beneficio propio.
Ambos sectores encargan un orden institucional que pierde creciente validez, porque es cada vez menos representativo, está cada vez más viciado en su interior, y no es más que una oligarquía isonómica, donde existen derechos civiles iguales, pero no derechos políticos iguales.
La gente lo sabe, y la prensa de vez en cuando lo hace notar.
Los otros candidatos, aún cuando proponen cambios, terminan por validar la misma estructura institucional al entrar en el juego electoral, y también al desarrollar en sus propias organizaciones, los mismos vicios y prácticas que critican.
En otras palabras, los candidatos se convierten en las opciones que el sistema ofrece y permite y no las opciones que los ciudadanos pretenden o consideran.
Por eso, muchos ciudadanos no votarán por ninguno de los candidatos en estas elecciones y quizás en varias más. Ese es y será el verdadero cambio. Esa es la verdadera revolución. Esa es la forma de cambiar el fondo y no sólo la forma.
El nuevo orden, el cambio legítimo y verdadero, no provendrá de las elites, ni de algún iluminado de turno, sino y como siempre debería ser, de los propios ciudadanos, de forma silenciosa e imperceptible.