Pintura de Gerhard Richter
El pasado 31 de octubre el termómetro marcaba 29 grados. Con falda larga veraniega y camiseta de tirantes salí de casa para intentar captar con mi cámara los colores otoñales. La gama de verdes primaverales se había transformado en un abanico multicolor como corresponde a esta época del año. Los castaños de indias pintaban sus hojas de óxido y los abedules lucían de amarillo dorado, pero a mí lo que más me gustaba era el esplendoroso rojizo de los arces que con gran personalidad destacaba entre el verde tardío de los fresnos y el oscuro perurable de los pinos. De repente, un enorme gato negro se me cruzó por el camino. Cuando lo enfoqué fijó sus pupilas verdes en el objetivo, se le erizó el pelo y maulló con furia. Justo cuando apreté el botón del disparo se abalanzó sobre mi, me arañó la cara, se me enganchó en el pelo y me mordió en un hombro. Yo corría, gritaba, pedía ayuda porque me era imposible desprenderme de él. La gente que pasaba huía despavorida. Seguramente pensaban que el gato era mío y yo en esos momento parecía la segunda versión de las brujas de Salem. Casi arrastrándome llegué a casa, abrí la puerta y logré encerrarlo en la terraza. Me miré en el espejo, estaba hecha un cuadro con el aspecto que presentaba y encima había perdido la cámara. Sonó el timbre, por la mirilla pude ver que era la vecina cotilla del 5º, se me presentaban nuevas complicaciones. Ante su insistencia opté por abrir la puerta. Y lo primero que me dijo, haciendo la señal de la cruz, fue: "¡Dios nos guarde!, un gato negro cuelga ahorcado en los barrotes de tu terraza"